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CAPÍTULO 123

El verdadero sueño se situaba en una zona imprecisa, del lado del despertar pero sin que él estuviera verdaderamente despierto; para hablar de eso hubiera sido necesario valerse de otras referencias, eliminar esos rotundos soñar y despertar que no querían decir nada, situarse más bien en esa zona donde otra vez se proponía la casa de la infancia, la sala y el jardín en un presente nítido, con colores como se los ve a los diez años, rojos tan rojos, azules de mamparas de vidrios coloreados, verde de hojas, verde de fragancia, olor y color una sola presencia a la altura de la nariz y los ojos y la boca.
Pero en el sueño, la sala con las dos ventanas que daban al jardín era a la vez la pieza de la Maga; el olvidado pueblo bonaerense y la rue du Sommerard se aliaban sin violencia, no yuxtapuestos ni imbricados sino fundidos, y en la contradicción abolida sin esfuerzo había la sensación de estar en lo propio, en lo esencial, como cuando se es niño y no se duda de que la sala va a durar toda la vida: una pertenencia inalienable. De manera que la casa de Burzaco y la pieza de la rue du Sommerard eran el lugar, y en el sueño había que elegir la parte más tranquila del lugar, la razón del sueño parecía ser solamente ésa, elegir una parte tranquila. En el lugar había otra persona, su hermana que lo ayudaba sin palabras a elegir la parte tranquila, como se interviene en algunos sueños sin siquiera estar, dándose por sentado que la persona o la cosa están ahí e intervienen; una potencia sin manifestaciones visibles, algo que es o hace a través de una presencia que puede pasarse de apariencia.