Las enfermeras iban y venían hablando de Hipócrates. Con un mínimo de trabajo, cualquier pedazo de realidad podía plegarse a un verso ilustre. Pero para qué plantearle enigmas a Etienne que había sacado su carnet y dibujaba alegremente una fuga de puertas blancas, camillas adosadas a las paredes y ventanales por donde entraba una materia gris y sedosa, un esqueleto de árbol con dos palomas de buches burgueses. Le hubiera gustado contarle el otro sueño, era tan curioso que toda la mañana hubiera estado obsesionado por el sueño del pan, y zás, en la esquina de Raspail y Montparnasse el otro sueño se le había caído encima como una pared, o más bien como si toda la mañana hubiera estado aplastado por la pared del pan quejándose y de golpe, como en una película al revés, la pared se hubiera salido de él, enderezándose de un salto para dejarlo frente al recuerdo del otro sueño.
-Cuando vos quieras -dijo Etienne, guardando el carnet. Cuando te venga bien, no hay ningún apuro. Todavía espero vivir unos cuarenta años, de modo que.
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