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CAPÍTULO 76

Lo de Pola fueron las manos, como siempre. Hay el atardecer, hay el cansancio de haber perdido el tiempo en los cafés, leyendo diarios que son siempre el mismo diario, hay como una tapa de cerveza apretando suavemente a la altura del estómago. Se está disponible para cualquier cosa, se podría caer en las peores trampas de la inercia y el abandono, y de golpe una mujer abre el bolso para pagar un café crème, los dedos juegan un instante con el cierre siempre imperfecto del bolso.
Se tiene la impresión de que el cierre defiende el ingreso a una casa zodiacal, que cuando los dedos de esa mujer encuentren la manera de deslizar el fino vástago dorado y que con una media vuelta imperceptible se suelte la traba, una irrupción va a deslumbrar a los parroquianos embebidos en pernod y Vuelta de Francia, o mejor se los va a tragar, un embudo de terciopelo violeta arrancará al mundo de su quicio, a todo el Luxembourg, la rue Soufflot, la rue Gay-Lussac, el café Capoulade, la Fontaine de Médicis, la rue Monsieur-le-Prince, va a sumirlo todo en un gorgoteo final que no dejará más que una mesa vacía, el bolso abierto, los dedos de la mujer que sacan una moneda de cien francos y la alcanzan al Père Ragon, mientras naturalmente Horacio Oliveira, vistoso sobreviviente de la catástrofe, se prepara a decir lo que se dice en ocasión de los grandes cataclismos.