Y un jueves, zás, todos instalados a eso de las nueve de la noche. Por la tarde se había ido el personal golpeando las puertas (risas irónicas de Ferraguto y la Cuca, firmes en no redondear las indemnizaciones) y una delegación de enfermos había despedido a los salientes con gritos de: «¡Se murió el perro, se murió el perro! », lo que no les había impedido presentar una carta con cinco firmas a Ferraguto, reclamando chocolate, el diario de la tarde y la muerte del perro. Quedaron los nuevos, un poco despistados todavía, y Remorino que se hacía el canchero y decía que todo iba a andar fenómeno. Por Radio El Mundo se alimentaba el espíritu deportivo de los porteños con boletines sobre la ola de calor. Batidos todos los récords, se podía sudar patrióticamente a gusto, y Remorino ya había recogido cuatro o cinco piyamas tirados en los rincones. Entre él y Oliveira convencían a los propietarios de que se los pusieran de nuevo, por lo menos el pantalón.
Antes de trenzarse en un póker con Ferraguto y Traveler, el doctor Ovejero había autorizado a Talita para que distribuyera limonada sin miedo, con excepción del 6, el 18 y la 31. A la 31 esto le había provocado un ataque de llanto, y Talita le había dado doble ración de limonada. Ya era tiempo de proceder motu proprio, muera el perro.
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