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Descomedida respuesta del señor de la provincia Acuera

Habiéndose juntado todo el ejército en Acuera, entretanto que la gente y los caballos se reformaban de la hambre que los días atrás habían pasado, que no fue poca, el gobernador con su acostumbrada clemencia envió al cacique Acuera indios que prendieron de los suyos con recaudos diciendo le rogaban saliese de paz y holgase tener los españoles por amigos y hermanos, que era gente belicosa y valiente, los cuales si no aceptaba la amistad de ellos, podrían hacerle mucho mal y daño en sus tierras y vasallos; asimismo supiese y tuviese por cierto que no traían ánimo de hacer agravio a nadie, como no lo habían hecho en las provincias que atrás dejaban, sino mucha amistad a los que habían querido recibirla, y que el principal intento que llevaban era reducir por paz y amistad todas las provincias y naciones de aquel gran reino, a la obediencia y servicio del poderosísimo emperador y rey de Castilla, su señor, cuyos criados ellos eran, y que el gobernador deseaba verle y hablarle para decirle estas cosas más largamente y darle cuenta de la orden que su rey y señor le había dado para tratar y comunicar con los señores de aquella tierra.
El cacique respondió descomedidamente diciendo que ya por otros castellanos, que años antes habían ido a aquella tierra, tenía larga noticia de quién ellos eran y sabía muy bien su vida y costumbres, que era tener por oficio andar vagabundos de tierra en tierra viviendo de robar y saquear y matar a los que no les habían hecho ofensa alguna; que, con gente tal, en ninguna manera quería amistad ni paz, sino guerra mortal y perpetua; que, puesto caso que ellos fuesen tan valientes como se jactaban, no les había temor alguno, porque sus vasallos y él no se tenían por menos valientes, para prueba de lo cual les prometía mantenerles guerra todo el tiempo que en su provincia quisiesen parar no descubierta ni en batalla campal, aunque podía dársela, sino con asechanzas y emboscadas, tomándolos descuidados; por tanto, les apercibía y requería se guardasen y recatasen de él y de los suyos, a los cuales tenía mandado le llevasen cada semana dos cabezas de cristianos, y no más, que con ellas se contentaba, porque degollando cada ocho días dos de ellos, pensaba acabarlos todos en pocos años, pues, aunque poblasen e hiciesen asiento, no podían perpetuarse porque no traían mujeres para tener hijos y pasar adelante con su generación.