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En que se verá cuán cierto es aquello de que «nunca la prudencia es miedo»

Doña Blanca de Mejía vivía verdaderamente en un duro cautiverio, y sin embargo, su persona era objeto de profundas cavilaciones por parte de su hermano don Pedro, para obligarla a tomar el velo; por parte de don Alonso, para obtener su amor y su mano, y en el fondo, ni el uno la aborrecía de corazón, ni el otro la amaba: el interés movía tan sólo a aquellos dos hombres. Blanca sufría resignada, como un ángel, todas aquellas persecuciones sin quejarse siquiera, porque la única persona a quien podía abrir su corazón era su madrina doña Beatriz, y ésta había entrado al convento.
Doña Blanca se consumía sola con su infortunio, como se marchita con los rayos del sol una flor en una playa arenosa.