Seis días después de los acontecimientos que referimos en el capítulo anterior, en el comercio circulaba la noticia de que don Manuel de la Sosa había muerto en una forma extraña; cada uno comentó la cosa a su manera y la honra de su viuda andaba en lenguas, buenas o malas, y todas acudían a la casa del difunto a dar el pésame a Luisa, que los recibía con muestras de profundo pesar, cubierta con negras tocas, en un lujoso aposento adornado con paños negros.
De los primeros en acudir allí fue, como era de suponerse, don Pedro de Mejía. Don Pedro amaba a Luisa y al saber que estaba viuda pensó en lo que ella tantas veces le había dicho, y creyó que a partir de aquel momento Luisa sería enteramente suya; pero Luisa no pensaba sino en don César, y el amor y el orgullo ofendido de aquella mujer la hacían no pensar sino en su venganza.
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