Quizá no había en toda la gran extensión de la Nueva España un caudal más rico que el que al morir legara a sus hijos el padre de don Pedro y doña Blanca de Mejía.
Inmensas haciendas en la tierra caliente y la tierra fría, minas, casas, ganados, esclavos, abundantes vajillas de plata y oro, alhajas, incalculables existencias de mercancías y, sobre todo, una fabulosa cantidad de reales.
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