De cómo Teodoro no «reparaba en pelillos», como decía el refrán
La mañana comenzaba ya a blanquear el horizonte; comenzaba ya a sentirse ese ruido que constituye, por decirlo así, la vida de una ciudad. Las campanas de los templos llamaban a la primera misa, y los muy devotos y los hombres trabajadores se levantaban a toda prisa y se lanzaban a la calle como las abejas atraídas por el sonido de las campanas.
Cerca de la puerta de la casa municipal, Teodoro se paseaba impaciente; pronto iba a ser ya de día y no había aparecido la silla de manos en que debían conducir a doña Blanca a la Inquisición.
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