Don Guillén había pasado una noche horrible; una noche que hubiera sido capaz de trastornar la razón de otro hombre que no tuviera el cerebro tan bien organizado.
Amar a una mujer como él amaba a doña Juana; tener la inmensa fe que él tenía en la lealtad y en la pureza del corazón de la judía, y sentir de repente el aguijón venenoso de los celos: creerse el único dueño de aquella dama, y saber que estaba a punto de caer en los brazos del virrey; aquello le parecía un sueño.
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