En una de las calles inmediatas al templo de la Merced, se hacía notable una casa, de apariencia humilde, pero que revelaba inmediatamente el bienestar de sus moradores: sin pretensiones de grandeza, sin escudos ni emblemas sobre la entrada, sin esas macizas puertas, tachonadas de bruñidos clavos de bronce y con escandalosos llamadores, figurando cabezas de sátiros o de leones; sin nada, en fin, que acusara un deseo de ostentación, aquella casa parecía estar siempre de fiesta: era lo que verdaderamente puede llamarse alegre.
Cuantos pasaban por primera vez por aquel barrio, entonces floreciente y comercial, se detenían involuntariamente a mirar el ancho patio, sembrado de flores y sombreado por algunos arbustos cuidadosamente educados, a escuchar los cantos de los zenzontles, de los jilgueros y de otros pájaros americanos que se mecían en graciosas jaulas; y hubo transeúntes afortunados que encontraron abiertos los encerados de las anchas ventanas, y acercándose a las fuertes rejas que las guardaban, descubrieron en el interior de las habitaciones elegantes muebles, tapizados de brocado, y en los pavimentos ricas esteras chinas.
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