Era el 14 de febrero de 1642, y los pacíficos habitantes de la muy noble y leal ciudad de México estaban consternados.
Durante todo aquel día, el más espantoso huracán había soplado por toda la comarca, y la tarde iba cayendo; y el sol, rojizo y triste, velado por una nube de amarillento polvo, tocaba ya a su ocaso, y el huracán, lejos de calmarse, parecía que tomaba más y más fuerza con la llegada de la noche, y rugía y bramaba, y hacía estremecer hasta los macizos cimientos de los templos, y amenazaba arrasar la ciudad y levantar entre sus pujantes alas las revueltas aguas de los lagos.
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