Sonaban las dos de la tarde, y los rayos del ardiente sol de junio se derramaban como torrentes de fuego por la ciudad de México; el viento parecía dormir; ni una ligera ráfaga pasaba refrescando aquella atmósfera sofocante; no se movía una hoja de un árbol, ni una sola nube cruzaba el brillante azul de los cielos.
Las calles estaban casi desiertas, apenas por alguna de ellas se descubría un lacayo o un mendigo, que iban rozando los altos muros de las casas, para procurarse el pasajero alivio de la sombra proyectada por el saliente de un balcón o de una cornisa.
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