Martín no había creído prudente hacer revelación ninguna a doña Esperanza, mientras no tuviera la completa seguridad del reconocimiento de don Pedro. Otorgado el testamento y autorizado ya por Mejía para buscar a su hija y conducirla a la casa paterna, pensó que era necesario hablarle.
Doña Esperanza estaba ya firmemente persuadida de que la madre había perecido entre las llamas, y había caído en un abatimiento profundo, del que no bastaban a sacarla los consuelos que le prodigaba Martín, porque la mudita no podía sino acariciarla y llorar con ella.
Sign in to unlock this title
Sign in to continue reading, it's free! As an unregistered user you can only read a little bit.