Aunque don Enrique no fuera culpable del rapto de doña Ana, su nombre andaba mezclado de tan diversos modos en las conversaciones que se siguieron al escándalo, que nadie había en México que no lo culpara, cuando menos, de ser la causa de aquel acontecimiento.
Su fama de seductor con las muchachas, creció al par de la indignación de los padres y de los hombres juiciosos, y llegó éste a tal grado de exaltación, que comenzó a publicarse contra él una especie de cruzada, para que no se le recibiese en las casas, y se le vigilase como a un malhechor.
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