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Las primeras asechanzas

Don Enrique era un joven a quien pocas mujeres podrían resistir; rico hasta la opulencia, dotado de una figura arrogante, de un ingenio claro, heredero de un antiguo título de nobleza, valiente hasta la temeridad, gran jinete, diestrísimo en el manejo de las armas y en todos los ejercicios corporales, con tanta facilidad improvisaba un romance o unas seguidillas como manejaba una lanza.
Por esto mismo, don Enrique se sentía dueño de toda la tierra que pisaba, y no había empresa a la que no acometiese, con tanta indiferencia en el peligro como en el triunfo; y sin embargo, don Enrique tenía el corazón más bien formado que el cuerpo; hubiera sido capaz de arrojarse al fuego por salvar a un desconocido, o arremeter contra cualquiera porque le veía maltratar a un niño; muchas veces le veían servir de diestro a algún ciego para atravesar una bocacalle, formando el más notable contraste su rico traje de seda y terciopelo, cubierto de oro, y su robusta juventud con los harapos y ancianidad del mendigo.