ERA ya cerca de la media noche y la aldea de San Juan estaba en el más profundo silencio, que no interrumpía sino de cuando en cuando el canto de algún gallo, o el mugido de alguno de los toros encerrados en los corrales de los desolladores.
La casita en que vivían Julia y su madre estaba envuelta en esa penumbra que se derrama en la tierra cuando la luna no alumbra con toda su plenitud. Todos indudablemente estaban entregados al sueño, porque no se veía ni una luz y no se sentía el más leve rumor en la habitación.
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