El indiano volvió a su casa decidido a emprender con todo ardor la empresa que le había confiado el virrey; pero necesitaba encontrar el extremo del hilo para penetrar en el laberinto. Lo primero que le ocurrió naturalmente, fue dirigirse a don Enrique, suponiendo que él sabría algo.
Don Enrique esperaba impaciente el término que había señalado don Diego para poder retirarse de México. La vida que el joven iba a llevar durante aquellos días, no podía ser más triste; encerrado, oculto, sin más compañía que los tristes recuerdos del pasado y las negras nubes del porvenir, don Enrique tenía momentos en que creía volverse loco o faltar a la palabra que había dado al Indiano.
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