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A bordo

Doña Marina no era ya aquella mujer sencilla que hemos conocido en la capital de Nueva España, que hablaba ese idioma poético y bíblico de los habitantes del Nuevo Mundo. Era ya una dama con todos esos requisitos nimios de la civilización europea.
Cuando don Enrique reconoció a la mujer del Indiano, un torrente de ideas horribles brotó de su cerebro. Don Diego creería que él le había engañado, que en todo aquello había una infame mistificación de la que él era el autor, que le creerían capaz de haberse vengado de una manera tan vil, y su conducta, de que él mismo estaba tan satisfecho, se pintaría con negros y vergonzosos rasgos.