Brazo-de-acero o don Enrique Ruiz de Mendilueta, como le llamaremos en lo de adelante, puesto que ya sabemos su verdadero nombre, abrió los brazos, y doña Ana se arrojó llorando en ellos.
Ni una sombra, ni un recuerdo, ni un reflejo siquiera de las antiguas sospechas cruzó por aquellas dos almas, que no sintieron sino el placer de haberse encontrado otra vez, y en momentos tan supremos, sobre la tierra.
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