Casi en el corazón de la rica y dilatada isla "Española", florecía a mediados del siglo XVII la pintoresca aldea de San Juan de Goave, célebre entonces por la clase de habitantes que contenía.
La aldea de San Juan tenía el aspecto más encantador, rodeada de jardines, de florestas y de prados, en los que se apacentaban a millares las vacas y los toros salvajes.
Sus habitantes eran en lo general o cazadores o desolladores de bestias, que comerciaban sólo con los cueros y el sebo de los animales, y presentaban la más confusa mezcla de negros y blancos, mulatos y mestizos, españoles y franceses, ingleses e indios; pero todos llevando la misma vida, todos tratándose con la igualdad de los hijos de una misma raza, todos trabajando con afán por hacerse de algunos puñados de dinero, que venían a perder entre la multitud de mujeres prostituidas que allí había, o sobre la carpeta de una mesa de juego, o entre los vapores del aguardiente.
La vida de aquellos colonos era una extraña mezcla de asiduidad en el trabajo y prodigalidad en los vicios, de religiosa honradez en sus contratos y de relajación de costumbres en su vida, de franqueza y fraternidad con los desgraciados, y avidez y codicia en el juego.
Los vicios y las virtudes llevados a la exaltación. Los vicios y las virtudes viviendo en los mismos pechos, realizado el ensueño de la edad de oro en que las ovejas y los lobos dormían bajo la misma sombra, el milano y la paloma descansaban en la misma rama, el tigre y el loro bebían en el mismo arroyo. Todo aquello era sin duda inexplicable para la civilización del siglo XIX, en que apenas el ciudadano pacífico duerme tranquilo, cuando está bajo el mismo techo que el gendarme.
En una especie de taberna que tenía por muestra un cuadro detestable representando un toro pintado con humo y un letrero que decía: Al Toro Negro, alderredor de una mesa de madera blanca, y sobre la cual se ostentaba un tarro con aguardiente y tres vasos, conversaban negligentemente tres hombres, con los codos apoyados sobre la mesa, las gorras puestas, y fumando todos tres grandes pipas de madera toscamente labradas.
Aquellos tres hombres tenían el pelo y la barba sumamente crecidos y espesos. Los tres parecían jóvenes, sólo que dos eran rubios, tenían el aspecto de ingleses, con sus ojos claros y azules, y el otro con el pelo, la barba y los ojos negros, y su color trigueño, parecía pertenecer a alguna de las razas meridionales.
Sus trajes eran muy semejantes entre sí, pero casi sería imposible describirlos: calzones de cuero ajustados a la pierna, polainas de cuero también, fuertemente ceñidas, y una especie de gabán también de cuero.
En la cintura una especie de talabarte, de donde pendía un largo y ancho cuchillo, y una gorra también de cuero.
Éste era el extraño atavío de aquellos personajes, que parecían tener una gran pereza, y que hablaban en medio de una espesa nube de humo de tabaco.
-Brazo-de-acero tiene razón -dijo uno de los ingleses. Esta vida es triste y se gana poco.
-Poco -agregó el otro inglés- sobre todo si se atiende a que tenemos que tratar con esos diablos de gachupines, como él les llama, y que vienen a comerciar aquí desde el pueblo de Aso.
-Yo me muero de fastidio -contestó lanzando una bocanada de humo el que había sido llamado Brazo-de-acero, que era el de la barba negra- casi, casi, extraño mi tierra.
-¿Es por ventura tu tierra más bella que este país? -dijo un inglés.
-Sin duda, Ricardo -contestó Brazo-de-acero suspirando- México es una de las mejores tierras de la tierra.
-¿Entonces por qué la dejaste? -preguntó el otro inglés.
-¡Ay! es una historia.
-¿Por pobreza?
-Soy allá tan rico como un príncipe.
Los dos ingleses se miraron entre sí con aire de duda.
-¿Entonces por amores?
-Ya os lo diré más tarde.
-¿Hicisteis muerte de hombre español?
-Ya os lo contaré. Entretanto, aquí me fastidio.
-¡Oh! eso dices tú que tienes amor con la duquesa de Pisaflores.
-Dejad de hablar de esa pobre niña, que mil mujeres hay de quienes ocuparse en San Juan.
-Pero no tan bellas.
-Ni tan interesantes; cien cazadores se mueren de envidia al verte salir con ella camino a las "Palmas Hermanas", como que allí os pasareis ratos deliciosos: ese bosquillo es un paraíso.
-Nada pasa allí de lo que vosotros podéis pensar. Quiero a Julia como si fuera mi hermana, y nada más: conque vámonos ya.
-No, no, acabemos esta conversación. ¿Nada tienes tú, Antonio, con esa niña? -preguntó con seriedad Ricardo.
-No -contestó Brazo-de-acero. Su padre era, como sabes, un francés amigo mío, que murió de la peste, y Julia y su madre encuentran en mí un protector, y no más. Pero ¿por qué me preguntas eso?
-Lo pregunto -dijo flemáticamente Ricardo- porque si tienes amores con ella, será prudente advertirte que hay un rival que va navegando en tus aguas…
-¿Y quién se atrevería? -preguntó Brazo-de-acero con los ojos brillantes y encendido el rostro por la ira.
-Algo tienes con ella: en fin, nada me importa; pero somos amigos y le lo advierto. El otro se está a la capa, pero tiene buena arboladura, y si logra una racha, te pasa por ojo.
-¿Pero quién es?
-Cuídate, y además está seguro de que yo te cuidaré también; somos amigos, y ya sabes cómo…
Los dos jóvenes se apretaron las manos con efusión, pero Brazo-de-acero quedó desde aquel momento sombrío y preocupado; por el contrario, los claros ojos del inglés veían con todo el brillo que suele comunicarles un corazón tranquilo.
El otro cazador seguía fumando tan indiferente como si nada hubiese oído.
-Estás preocupado -dijo Ricardo después de un largo rato de silencio. Salgamos a ver si se hace en la tarde algún negocio, y si no, creo que será prudente irnos esta noche, aprovechando la luna, a nuestros montes queridos, en donde tienes menos que sentir que aquí.
-Tienes razón -contestó Brazo-de-acero- salgamos, que este aire me entristece. -Y sacudiendo su negra cabellera, como para disipar un pensamiento importuno, se levantó, y los tres salieron de la taberna.
Las calles de la aldea de San Juan de Goave estaban llenas de gente; habían llegado aquel día nuevos comerciantes del pueblo de Aso, que era grande, y venían como de costumbre a comprar pieles, o a cambiarlas por objetos de mercería y lencería con los cazadores y desolladores de San Juan.
La tarde estaba tibia y serena, soplaba una brisa agradable, y las mujeres salían a ver las curiosidades que en la plaza exponían al público los buhoneros y comerciantes recién venidos.
Los tres cazadores entraron entre la muchedumbre y se dirigieron a una especie de tienda, en la que había una gran cantidad de cueros de toro a la vista. Los dos ingleses penetraron y comenzaron a hablar con el que parecía dueño de la casa, y Brazo-de-acero quedó en la puerta.
A este tiempo, muy cerca de allí, pasaban dos mujeres. La que iba por delante era ya como de cuarenta años, y la que le seguía era una joven de dieciséis, blanca y rubia, con los ojos de un verde tan obscuro, que pudieran haberse tomado por negros; delgada, esbelta y graciosa.
Las dos mujeres vestían casi iguales, trajes azules y delantal y sombrerito blanco; parecían ser pobres, y a primera vista hubiera podido asegurarse que pertenecían a la colonia francesa de la isla Española.
La joven descubrió a Brazo-de-acero y se puso encendida, y procurando que la mujer que iba por delante no observase, se acercó al cazador.
-Antonio -dijo la joven- ¿estás enojado?
-No, Julia -contestó el cazador, procurando dar a su semblante un aire amable.
-Sí, Antonio, tú tienes algo, dímelo.
-Necesito hablarte.
-¿Cuándo?
-Esta misma noche.
-Está bien ¿adónde?
-En las Palmas Hermanas.
-Iré, Antonio, iré, pero no estés enojado. Adiós.
-Hasta la noche.
Y la joven corrió a reunirse con la anciana, que distraída, no había observado nada.
En cambio, había un observador que no había perdido ni una sola palabra de aquel diálogo.
Era un hombre de corta estatura, pero sumamente ancho de las espaldas, con el pecho levantado, la cabeza casi hundida entre los hombros; el pelo, las cejas y la barba negras y pobladas, los ojos pardos, pequeños, encapotados, pero brillantes como dos brasas.
Las manos pequeñas y gruesas de aquel hombre estaban cubiertas de vello como las de un mono.
No vestía el traje de cuero de los cazadores; pertenecía a los desolladores de reses y parecía ser rico, porque sobre su traje de vellorí se ostentaban algunos botones de oro y una gruesa cadena del mismo metal, y en su ancho sombrero brillaba un joyel de piedras preciosas.
Era éste un rico desollador y comerciante, español, llamado Pedro de Borica, y conocido en la aldea por el sobrenombre del "Oso-rico".
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