El león de la montaña, como le decían los franceses, era un hombre como de treinta y seis años, de una estatura regular, con una fisonomía completamente vulgar, sin ninguna barba, el pelo cortado casi hasta la raíz, vestido de negro, sin llevar espuelas, ni espada, ni pistolas: con su andar mesurado, su cabeza inclinada siempre, y sus respuestas cortas y lentas, parecía más bien un pacifico tratante de azúcares o de maíz, que el hombre que llenaba medio mundo con rasgos fabulosos de audacia, de valor y de sagacidad.
Y sin embargo, Nicolás Romero era para sus enemigos y para sus soldados, un semi-dios, una especie de mito. Jamás preguntó de sus contrarios ¿cuántos son? sino ¿dónde están? y allí iba.
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