Por algunos minutos reinó el mayor silencio: el viejo había apoyado la frente sobre sus manos como para reunir sus lejanos recuerdos, o para meditar sobre lo que iba a decir a la joven, que por su parte le miraba con extrañeza y sin atreverse a interrumpirle.
La tarde iba muriendo, y el cielo había tomado un color de naranja con bellos cambiantes rojos y de oro; las brisas seguían soplando suaves, cargadas con el perfume de los azahares que se desprenden más vivos al morir el día, y un mar apenas rizado se extendía a lo lejos.
Sign in to unlock this title
Sign in to continue reading, it's free! As an unregistered user you can only read a little bit.