Don Celso se había desenmascarado completamente. La excitación creciente de sus pasiones le había llevado a donde él mismo no lo hubiera creído.
En política tomaba ya descaradamente el partido de Márquez. En aquellos momentos de desesperación para los sitiados, él se unía con ellos: acababa toda hipocresía, todo disimulo: él personalmente aprehendía a los que le parecían sospechosos, capitaneaba la plebe para asaltar las casas, conducía al cuartel general a los capitalistas o a las personas de su familia para obligarles a dar dinero, y en fin, establecía los centinelas en las habitaciones de los ricos cuando se inventó sitiar las casas particulares para rendir por hambre a las personas que de otra manera no entregaran la suma que se les designaba.
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