El sol de la libertad comenzaba ya a levantarse majestuoso y brillante en el cielo de la República: los últimos batallones franceses habían salido de Veracruz; unas en pos de otras, se colgaban en la moharra de la bandera de México, las coronas de la victoria, y el Imperio, agonizante, hacía el supremo esfuerzo al encerrarse el archiduque Maximiliano dentro de las trincheras de Querétaro.
La nación se levantaba en masa, y los ejércitos republicanos no eran ya aquellos puñados de hombres desnudos, hambrientos, inermes casi, que hemos visto en los años anteriores: brillantes divisiones perfectamente armadas y provistas de todo lo necesario, se habían levantado por todas partes y por todos los caminos, como inmensas serpientes erizadas de bayonetas; las columnas de los liberales se dirigían sobre México, o sobre Querétaro, últimos refugios del expirante gobierno plantado por la intervención.
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