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Don Plácido

Casi a la entrada de aquella pequeña población, se descubría la casa de don Plácido el padre de Alejandra; era una especie de galera techada con esas magníficas hojas de la gigante palma que produce el cayaco llamado vulgarmente coco de aceite. Esta galera dividida por delgados tabiques, formados como las paredes de la casa, de tejidos de ramas llenos de lodo, construcción muy general que los costeños llaman de bajareque, contenía tres piezas destinadas para los diversos usos de la familia, graneros, cocina y recámara de las mujeres, porque los hombres dormían en un gran corredor que se extendía delante de la casa, sostenido por delgados troncos de árbol y con un cobertizo igual al de la casa. En este corredor que los naturales de allí llaman toro, se veían suspendidas cuatro o cinco elegantes hamacas, que es lo que constituye el gran lujo de las habitaciones de la costa.
En una de estas hamacas se mecía perezosamente un hombre viejo, de elevada estatura, flaco, con una nariz aguileña como el pico de una ave de rapiña, y unos ojos pardos, redondos, chispeantes y vivos a pesar de la edad avanzada del individuo. Era una fisonomía que indicaba resolución y astucia, pero había algo de noble y de benévolo en aquella frente limpia, sobre la que caían algunos desordenados aunque escasos mechones de pelo blanco.