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inciertos entre la yerba; los bosques lanzaban la claridad fosforescente
de los podridos troncos, y los insectos luminosos se cruzaban,
arrastrándose unos, y otros volando rápidamente y describiendo líneas
rectas en encontradas direcciones.
había hecho un don al recién nacido, y de ninguno de esos dones se
hablaba tanto como del que le habían presentado en extraña unión el agua
y el fuego, ofreciéndole que de allí saldría poderosa fuerza que haría
mover las más pesadas máquinas, que arrastrarían en vertiginosa carrera
enormes trenes, a través de los campos, y llevarían las embarcaciones
entre las olas encrespadas, con más facilidad que si soplara un viento
protector. Aquel don sería el asombro de la humanidad en el siglo XIX.
nada hablaba ni nada ofrecía para el que iba a nacer; era un genio de
ojos brillantes, envuelto en crespones de color de cielo, y que llevaba
por único adorno una chispa sobre la frente; pero tan luminosa, tan
brillante, tan intensa, que parecía haberse concentrado allí toda la luz
del sol.
para este siglo las puertas de mis tesoros tan desconocidos como
inagotables. Yo daré a la palabra la rapidez del rayo, yo daré al oído
la finura que vosotros mismos no tenéis; yo haré desaparecer las sombras
de la noche, dando a la humanidad para su servicio la luz del
relámpago; yo haré cruzar el pensamiento de los hombres debajo de las
aguas del océano, y no habrá ni un arte ni habrá una ciencia que no
reciban por mí nuevo impulso; que yo mismo apenas conozco los tesoros
que guardo.
nuestro planeta su camino; y cuando ya caduco, iba el siglo a hundirse
otra vez en la eternidad, las promesas del genio se habían cumplido: los
hilos del telégrafo formaban sobre la superficie de las naciones
civilizadas, inmensas arpas eólicas, donde al cruzar los vientos sonaba
la nota del progreso.
vibraciones de un alambre; en el fondo del océano, las sirenas se
agrupaban a los cables submarinos para sorprender a su paso las noticias
de lo que acontecía sobre la tierra; el giro de un botón bastaba para
iluminar una ciudad con toda la claridad del día; y la mano de un niño
mandaba la chispa que inflamara la mina que despedazaba, en el fondo de
las aguas, los más terribles escollos, y hasta el vapor, que tanto había
asombrado, iba cediendo su puesto a una fuerza motriz desconocida hasta
entonces y misteriosa.