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Lafayette, vapor de la Compañía Trasatlántica francesa, había sufrido,
al cruzar el océano con rumbo a América, un temporal más largo y más
espantoso. Las olas, semejando montañas negras, pasaban en vertiginosa
carrera, chocando contra el casco del buque, levantándose hasta barrer
la cubierta, precipitándose por las escaleras y saliendo por los
imbornales, en los que se producía un ruido pavoroso y un hervor
siniestro. El huracán cruzaba por la arboladura, gimiendo, rugiendo,
silbando, remedando algunas veces el ruido de un carro de bronce sobre
una bóveda de acero; otras, el aullido de un lobo; otras, el agudo
silbar de la serpiente. Densas nubes de color indefinible se
arremolinaban en el cielo, tan bajas, que casi envolvían el cataviento
de la embarcación.
árbol arrebatada por un torbellino. Los marineros, cubiertos con sus
vestidos amarillentos de lona embreada y empapados por la lluvia,
corrían precipitados de un lado a otro. Todas las escotillas y todas las
puertas estaban cerradas y clavadas; los pasajeros, encerrados, unos se
agrupaban en el salón, y otros se habían retirado a sus camarotes; pero
todos llenos de pavor, oían cada crujido de la catástrofe. Las mujeres
rezaban, los hombres estaban silenciosos.
don Rosendo de Figueroa, que, por nacimiento, era mexicano, pero por su
aspecto le hubiera tomado cualquiera por uno de esos ingleses que han
enriquecido con los climas tropicales, perdiendo el color del rostro de
los hijos de Albión para adquirir el moreno y tostado cutis de los
hombres que nacen en aquellas ardientes regiones.
primero que encontrara en la calle, en la iglesia o en un compartimiento
de ferrocarril. Tenía el don de ganar dinero, y, en verdad, también el
de gastarlo, porque era espléndido y franco como un nabab, y sus
repetidos viajes a Europa le habían hecho un hombre de buen gusto.
sus consecuencias, no salla cara por dos mil misas, aun cuando más
barato hubiera salido París en aquello que dijo Enrique IV (según
dicen), que «París bien vale una misa». Pero las mil novecientas noventa
y nueve de más las daba con mucho gusto en aquellos instantes don
Rosendo.
antes de dormirse, en que se encontraba enteramente solo, pensando en
sus negocios, y siempre, en medio de aquella interminable serie de
combinaciones, aparecía el recuerdo de la promesa como uno de esos
pretendientes pertinaces que en todas partes se les presentan a los
ministros, no más para decirles: «¡Aquí estoy!».
recibió una carta del clérigo, diciéndole que los médicos le habían
desahuciado, que estaba muy grave, que no había podido decir las misas y
se había gastado doscientos duros; pero que en descargo de su
conciencia le devolvía trescientos en billetes de banco, y que le
perdonara los otros.