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Moderate

Pocas veces el
Lafayette, vapor de la Compañía Trasatlántica francesa, había sufrido,
al cruzar el océano con rumbo a América, un temporal más largo y más
espantoso. Las olas, semejando montañas negras, pasaban en vertiginosa
carrera, chocando contra el casco del buque, levantándose hasta barrer
la cubierta, precipitándose por las escaleras y saliendo por los
imbornales, en los que se producía un ruido pavoroso y un hervor
siniestro. El huracán cruzaba por la arboladura, gimiendo, rugiendo,
silbando, remedando algunas veces el ruido de un carro de bronce sobre
una bóveda de acero; otras, el aullido de un lobo; otras, el agudo
silbar de la serpiente. Densas nubes de color indefinible se
arremolinaban en el cielo, tan bajas, que casi envolvían el cataviento
de la embarcación.
Bailaba el vapor, perdido en aquella inmensidad, como una hoja de
árbol arrebatada por un torbellino. Los marineros, cubiertos con sus
vestidos amarillentos de lona embreada y empapados por la lluvia,
corrían precipitados de un lado a otro. Todas las escotillas y todas las
puertas estaban cerradas y clavadas; los pasajeros, encerrados, unos se
agrupaban en el salón, y otros se habían retirado a sus camarotes; pero
todos llenos de pavor, oían cada crujido de la catástrofe. Las mujeres
rezaban, los hombres estaban silenciosos.
1
Entre los pasajeros que el vapor Lafayette conducía a Veracruz, iba
don Rosendo de Figueroa, que, por nacimiento, era mexicano, pero por su
aspecto le hubiera tomado cualquiera por uno de esos ingleses que han
enriquecido con los climas tropicales, perdiendo el color del rostro de
los hijos de Albión para adquirir el moreno y tostado cutis de los
hombres que nacen en aquellas ardientes regiones.
Don Rosendo era un hombre capaz de hacer un buen negocio con el
primero que encontrara en la calle, en la iglesia o en un compartimiento
de ferrocarril. Tenía el don de ganar dinero, y, en verdad, también el
de gastarlo, porque era espléndido y franco como un nabab, y sus
repetidos viajes a Europa le habían hecho un hombre de buen gusto.
Era de regular estatura, moreno, delgado; contaría cincuenta años;
su pelo comenzaba a estar canoso, pero sus ojos estaban brillantes como
los de un hombre de treinta, y había en su mirada algo así de la rapidez
de los golpes de los buenos esgrimidores de florete.
Don Rosendo no era valiente, y además hacía gala de ser observante
en religión y de ser hombre de arraigadas creencias; así es que, cuando
apareció la tormenta, tuvo mucho miedo y comenzó a rezar.
Llegó un momento en que el hombre se creyó perdido, y recurrió,
como en semejante caso hacen muchos, a las promesas, cosa más natural en
él por ser hombre tan acostumbrado a ver un negocio en todos los
acontecimientos de la vida.
-¡Madre santísima de Guadalupe! -exclamó, porque todos los
mexicanos son muy devotos de la Virgen de Guadalupe- si me salvas de
este trance y llego con felicidad a mi casa, te prometo mandarte decir
dos mil misas.
Realmente el negocio no era malo; la vida de don Rosendo, con todas
sus consecuencias, no salla cara por dos mil misas, aun cuando más
barato hubiera salido París en aquello que dijo Enrique IV (según
dicen), que «París bien vale una misa». Pero las mil novecientas noventa
y nueve de más las daba con mucho gusto en aquellos instantes don
Rosendo.
Aunque con algún retraso, el Lafayette llegó felizmente a Veracruz;
desembarcó don Rosendo, dando gracias a Dios por haberlo salvado. Tomó
el ferrocarril, llegó a México y volvió a embarcarse otra vez, no en el
Atlántico, sino en el revuelto mar de sus negocios.
Pasaban los días y los meses, y don Rosendo no cumplía su promesa,
pero tampoco la olvidaba, y era un remordimiento sordo, que le causaba
algunos desvelos.
Como era un solterón recalcitrante, llegaba a una hora en la noche,
antes de dormirse, en que se encontraba enteramente solo, pensando en
sus negocios, y siempre, en medio de aquella interminable serie de
combinaciones, aparecía el recuerdo de la promesa como uno de esos
pretendientes pertinaces que en todas partes se les presentan a los
ministros, no más para decirles: «¡Aquí estoy!».
Don Rosendo desechaba aquello como un mal pensamiento, diciendo
siempre para calmar su conciencia: «Mañana, en cuanto me levante,
arreglo este negocio».
Por fin, un día aquel negocio tuvo que arreglarse. El comerciante llamó a un clérigo muy su conocido y le dijo:
-Oiga usted, padre; va usted a decir cinco misas a la Virgen de Guadalupe, y por cada una de ellas le voy a dar cien duros.
El pobre clérigo estuvo a punto de desmayarse; porque es de
advertir que allí la limosna por cada misa es generalmente, por lo
menos, un duro; pero aún no se habla repuesto de su emoción, cuando don
Rosendo agregó:
-Pero me va usted a firmar un recibo en que diga que usted ha recibido dos mil duros por haber dicho dos mil misas.
La tentación era grande; el clérigo no debía ser muy escrupuloso, y
el recibo se firmó en papel que llevaba todos los requisitos necesarios
y exigidos por la ley para esta clase de documentos.
Aquel día don Rosendo estuvo más alegre que de costumbre, y decía a sus amigos, frotándose las manos, a la hora de almorzar:
-Ahora sí estoy muy contento; me he quitado de encima un compromiso
viejo, ganando mil quinientos pesos en menos de un cuarto de hora. Éste
sí que es un buen negocio.
Pasaron así dos semanas, y un día don Rosendo
recibió una carta del clérigo, diciéndole que los médicos le habían
desahuciado, que estaba muy grave, que no había podido decir las misas y
se había gastado doscientos duros; pero que en descargo de su
conciencia le devolvía trescientos en billetes de banco, y que le
perdonara los otros.
Don Rosendo contó los billetes: eran trescientos pesos más de
ganancia, y tenía el recibo de las dos mil misas, y cuenta saldada.
Tomó la pluma y contestó diciendo:
-Recibí el dinero, y el resto se lo perdono para aquí y en presencia de Dios.
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