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Tradición mexicana
Allá por los años
de gracia de 1651 y 52 andaban en la península yucateca muy revueltas y
confusas las cosas públicas y aun las particulares.
Peleaban y pleiteaban los frailes con los obispos, los obispos con
los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los
encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con
quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar
principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes;
dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves,
se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y
reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de
los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.
Entre tanto, el «hambre» se daba gusto; andaba el maíz por los
cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los
niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con
que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de
necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los
pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos
cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para
conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial
en todas partes.
En aquellos pueblos, los vecinos, que con sólo serlo ya se supone
cuan afectos serían a las murmuraciones, murmuraban diciendo que el
gobernador y los criados del gobernador y los amigos y los favoritos del
gobernador monopolizaban los víveres para especular con la miseria
pública, lo que no pusieron en duda respetables cronistas de aquellos
tiempos; pero no estuvo lo grave sólo en que los cronistas fuesen tan
crédulos, sino en que aquella creencia se extendiera por el pueblo;
porque, debido sin duda a eso, la mejor mañana, o la peor, amaneció
acribillado a puñaladas en su lecho el conde de Peñalva, que gobernaba
entonces la hambrienta península, con el carácter de capitán general.
Inquirieron los jueces, urgió la Audiencia, indignóse el virrey, y
hasta se dio por deservido el monarca español; pero como si nada pasase,
así se supo del asesino como de la primera camisa que en su vida se
había puesto el conde. No más que sus parciales quisieron hacer creer al
pueblo que aquella muerte era un drama de corazón y que faldas había de
por medio; pero el vulgo escuchaba la historia y seguía sosteniendo que
era cuestión de estómago, y así se ahondó más el abismo que dividía a
los poetas y a los cocineros.
Será ello lo que fuere, es el caso que el 19 de
noviembre de 1562 tomó posesión del gobierno de Yucatán, vacante por la
muerte del conde de Peñalva, don Martín de Robles y Villafaña, caballero
de la Orden de Santiago, y dignísimo protagonista de esta verídica,
aunque breve y mal zurcida narración.
Puso apenas don Martín los pies en el palacio, que aquello fue como
alborotar un avispero; llovíanle por todos lados quejas, memoriales,
denuncias, recomendaciones, empeños, solicitudes, anónimos y
adulaciones, y apenas si tenía tiempo para recibir, con lo que no le
quedaba tiempo para dar.
Pero, como todo gobernante nuevo, don Martín pretendía entender y
disponer en todo, sucediéndole también lo que en casos semejantes
acontece siempre: que los gobernantes nuevos son como pucheros nuevos,
que cuanto guisan sabe a nuevo; es decir, que el sabor no es el que
debiera ser, y necesitan envejecerse echando a perder; que acertadamente
dijeron nuestros abuelos que echando a perder se aprende, y que no es
jinete el que no cae.
Entre las quejas que don Martín de Robles había
recibido, contábase, como la no menos grave, una larga y bien fundada de
los vecinos de Valladolid, contra su alcalde Miguel Moreno de Andrade.
Era ese Miguel Moreno un mulato, hombre de tan buena suerte como de
malos antecedentes, que se había enriquecido en el desempeño de algunos
empleos, dejando bien empeñada la Real Hacienda; cierto es que aquello
no era una novedad que atribuirse pudiera a privilegiado descubrimiento,
ni tampoco secreto que alcanzara llevarse a la tumba el alcalde de
Valladolid.
La provisión de la encomienda vacante de Chemax, que muchos
pretendían y que sólo en uno proveyó, como era natural, el alcalde
Moreno, causa dio a la queja de los desairados solicitantes, y materia
para graves y detenidas reflexiones al gobernador don Martín de Robles y
Villafaña.
Propicia ocasión presentóle aquel negocio para hacer alarde de
actividad y de energía; y como don Martín no ignoraba que la ocasión es
calva, y que, según reza el refrán, sólo por los cabellos puede asirse,
determinó ir a Valladolid para hacer allí personalmente un ruidoso y
nunca oído escarmiento con el alcalde Moreno de Andrade.
Dicho y hecho: el día menos pensado, los quejosos vecinos de
Valladolid vieron llegar en la tardecita al señor gobernador, seguido de
un lucido y numeroso acompañamiento.
Y aquellos fueron comentarios y suposiciones, y esperanzas y
temores; y como ya todos, más o menos, tenían sospechas del objeto de
aquella visita y conocían las pulgas que gastaba su señoría, amigos y
enemigos del alcalde se figuraban ya al mulato campaneando en la horca, a
reserva de lo que dispusiese Su Majestad.
El alcalde era el único que ni sudaba ni se acongojaba; porque
hombre era de mundo y, por su fortuna, bien conocía el pie de que
cojeaba el señor gobernador, no porque don Matías fuera cojo, sino
porque todos los hombres cojean, pero de un pie, con el que nada tienen
que ver los zapateros, sino los prójimos en general, y algunas veces la
justicia en lo particular.
El alcalde había preparado para alojamiento de don
Martín una lujosa habitación. Allí el gobernador recibió a los vecinos
que en tropel llegaron a darle la bienvenida, procurando obsequiarle por
cuantos medios le sugería el deseo de obtener alguna gracia, o el
empeño de alcanzar la destitución del alcalde.
Don Martín con semblante halagüeño, recibía todos los obsequios y
alentaba todas las esperanzas, y sólo de cuando en cuando, a
hurtadillas, lanzaba siniestras miradas al alcalde, como diciendo:
-Ya verás; ya verás cómo te siento las costuras.
Avanzó la noche y llegó la hora de retirarse; despidiéronse
satisfechos y alentados los vecinos que hasta la postre habían
acompañado al gobernador, porque el alcalde Moreno, largo rato hacía que
en su casa estaba durmiendo tranquilamente, y el buen don Martín,
encontrándose libre de visitas y cumplidos, dejando de ser gobernador
para convertirse en un simple mortal, se encerró en su alcoba, con tanto
sueño como ganas de dormir.
Desnudóse tranquilamente, rezando al mismo tiempo sus oraciones
cotidianas; metióse bajo las sábanas, y al reclinar la cabeza sobre la
almohada, sintió que ésta tenía la dureza del pedernal. Era un tronco de
árbol, un saco relleno de guijarros un mal pulido cilindro de granito.
Levantóse mohíno, y sin más averiguaciones, sacudió violentamente
la campanilla de plata que en una mesa y al lado de la cama había, e
inmediatamente apareció en la habitación uno de los criados del alcalde.
-¿Qué demonios de almohadas usáis en esta tierra, que más parecen destinadas para martirio que para descanso de un cristiano?
-Señor -contestó el criado-, mi amo ha traído personalmente esas
almohadas para su señoría: él mismo las ha colocado en la cama,
encargándome decir a su señoría que le deseaba una noche muy feliz, y
que mañana temprano pasará a besarle las manos.
-Retírate -dijo con enfado el gobernador.
Y al encontrarse solo, púsose a examinar aquella almohada, pensando:
-¿Si será una burla que me ha querido jugar este mulato? Ya verá lo que se encuentra conmigo.
Y seguía palpando la almohada. Poco a poco el ceño fue
desapareciendo del rostro del buen don Martín. Aquellas almohadas, ni
tan duras eran, ni tan incómodas como al principio le parecieron, ni
dentro de ellas había guijarros o trozos de roca; sencillamente eran
unos sacos henchidos de pesos fuertes de buena plata y mejor cuño, y que contenían una suma muy respetable.
No se sabe cómo se las compuso don Martín: los lacayos contaron que
lo habían oído roncar toda la noche muy tranquilo, y a la mañana
siguiente no se levantó al mismo tiempo que el claro sol o las parleras
aves.
Cuando el alcalde Moreno vino a dar los buenos días a su señoría el
señor gobernador, recibióle éste con mucho cariño, y olvidándose sin
duda del objeto que le había llevado a Valladolid, tornóse a Mérida, sin
hablar palabra de la destitución del alcalde, ni de las quejas que
contra él habían dado los vecinos.
Entre las muchas cosas que ignoro, cuento no saber
si don Martín de Robles y Villafaña, caballero del hábito de Santiago y
gobernador de Yucatán, inventó aquello de que todo negocio grave
consultar se debe antes con la almohada, o si ya lo encontró inventado y
no hizo más que aplicarlo. Yo cuento lo que dicen los cronistas de
aquellos tiempos.
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