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los gobernadores, los gobernadores con los encomenderos, los
encomenderos con los indios, y los indios, no teniendo muchas veces con
quien pelear, y no contentos con pelear entre sí, volvían a dar
principio a la tanda, emprendiéndola a su vez con los frailes;
dejábanles hasta la fe del bautismo y sin decir ahí quedan las llaves,
se iban a los montes volviendo allí a sus antiguas creencias, y
reconociendo a sus antiguos dioses, que si no eran tan buenos como el de
los españoles, en cambio no les habían dado tan malos ratos.
cielos, lo que más era volar, que andar. Los hombres, las mujeres y los
niños salían a los caminos a pedir limosna, y allí se encontraban con
que había muchos que a ellos se la pidieran, y no pocos morían de
necesidad y de miseria en las encrucijadas y a la entrada de los
pueblos, gastándose los ayuntamientos en dar sepultura a aquellos
cuerpos más de lo que, invertido en maíz, hubiera bastado para
conservarles la vida; que así es, por lo común, la beneficencia oficial
en todas partes.
cuan afectos serían a las murmuraciones, murmuraban diciendo que el
gobernador y los criados del gobernador y los amigos y los favoritos del
gobernador monopolizaban los víveres para especular con la miseria
pública, lo que no pusieron en duda respetables cronistas de aquellos
tiempos; pero no estuvo lo grave sólo en que los cronistas fuesen tan
crédulos, sino en que aquella creencia se extendiera por el pueblo;
porque, debido sin duda a eso, la mejor mañana, o la peor, amaneció
acribillado a puñaladas en su lecho el conde de Peñalva, que gobernaba
entonces la hambrienta península, con el carácter de capitán general.
hasta se dio por deservido el monarca español; pero como si nada pasase,
así se supo del asesino como de la primera camisa que en su vida se
había puesto el conde. No más que sus parciales quisieron hacer creer al
pueblo que aquella muerte era un drama de corazón y que faldas había de
por medio; pero el vulgo escuchaba la historia y seguía sosteniendo que
era cuestión de estómago, y así se ahondó más el abismo que dividía a
los poetas y a los cocineros.
disponer en todo, sucediéndole también lo que en casos semejantes
acontece siempre: que los gobernantes nuevos son como pucheros nuevos,
que cuanto guisan sabe a nuevo; es decir, que el sabor no es el que
debiera ser, y necesitan envejecerse echando a perder; que acertadamente
dijeron nuestros abuelos que echando a perder se aprende, y que no es
jinete el que no cae.
malos antecedentes, que se había enriquecido en el desempeño de algunos
empleos, dejando bien empeñada la Real Hacienda; cierto es que aquello
no era una novedad que atribuirse pudiera a privilegiado descubrimiento,
ni tampoco secreto que alcanzara llevarse a la tumba el alcalde de
Valladolid.
actividad y de energía; y como don Martín no ignoraba que la ocasión es
calva, y que, según reza el refrán, sólo por los cabellos puede asirse,
determinó ir a Valladolid para hacer allí personalmente un ruidoso y
nunca oído escarmiento con el alcalde Moreno de Andrade.
temores; y como ya todos, más o menos, tenían sospechas del objeto de
aquella visita y conocían las pulgas que gastaba su señoría, amigos y
enemigos del alcalde se figuraban ya al mulato campaneando en la horca, a
reserva de lo que dispusiese Su Majestad.
hombre era de mundo y, por su fortuna, bien conocía el pie de que
cojeaba el señor gobernador, no porque don Matías fuera cojo, sino
porque todos los hombres cojean, pero de un pie, con el que nada tienen
que ver los zapateros, sino los prójimos en general, y algunas veces la
justicia en lo particular.
Martín una lujosa habitación. Allí el gobernador recibió a los vecinos
que en tropel llegaron a darle la bienvenida, procurando obsequiarle por
cuantos medios le sugería el deseo de obtener alguna gracia, o el
empeño de alcanzar la destitución del alcalde.
satisfechos y alentados los vecinos que hasta la postre habían
acompañado al gobernador, porque el alcalde Moreno, largo rato hacía que
en su casa estaba durmiendo tranquilamente, y el buen don Martín,
encontrándose libre de visitas y cumplidos, dejando de ser gobernador
para convertirse en un simple mortal, se encerró en su alcoba, con tanto
sueño como ganas de dormir.
desapareciendo del rostro del buen don Martín. Aquellas almohadas, ni
tan duras eran, ni tan incómodas como al principio le parecieron, ni
dentro de ellas había guijarros o trozos de roca; sencillamente eran
unos sacos henchidos de pesos fuertes de buena plata y mejor cuño, y que contenían una suma muy respetable.
señor gobernador, recibióle éste con mucho cariño, y olvidándose sin
duda del objeto que le había llevado a Valladolid, tornóse a Mérida, sin
hablar palabra de la destitución del alcalde, ni de las quejas que
contra él habían dado los vecinos.
si don Martín de Robles y Villafaña, caballero del hábito de Santiago y
gobernador de Yucatán, inventó aquello de que todo negocio grave
consultar se debe antes con la almohada, o si ya lo encontró inventado y
no hizo más que aplicarlo. Yo cuento lo que dicen los cronistas de
aquellos tiempos.
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