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Cuento Verdadero
En uno de los
pueblos de España, y a principios de este siglo, vivía un varón
ejemplarísimo por sus virtudes, y a quien todos llamaban allí el hermano
Cirilo; no porque perteneciera a ninguna comunidad ni cofradía, sino
porque de propia voluntad vestía siempre el hábito de San Francisco, y a
todos los saludaba con el cariñoso título de hermano.
Frisaba ya en los setenta años; era delgado, pálido, de pequeña
estatura, pero vigoroso, activo y ligero, y bajo aquel aspecto de
ancianidad llevaba el alma de un niño y el corazón de un ángel.
Tocábale a fray Cirilo toda la mayor parte de aquellas
bienaventuranzas que dijo Jesucristo, porque era manso, misericordioso y
limpio de corazón, pero sobre todo, la que más le cubría era aquella,
en que habló el Redentor, de los pobres de espíritu, que si pobre en
bienes terrenales estaba siempre, porque a los pobres daba cuanto
adquirir podía, más escaso andaba en materia de espíritu, sin que por
esto pudiera decirse de él, que era todo lo que se llama un tonto, ni
mucho menos.
No tenía el hermano Cirilo idea del mal, como propio de la
naturaleza humana; creíalo siempre obra del demonio, pensaba que más que
castigos buscarse debieran medios para resistir las tentaciones del
ángel rebelde.
Con todo y con eso, en aquel pueblo, en que las costumbres no
andaban muy de acuerdo con la moral evangélica, el hermano Cirilo, con
sus exhortaciones, sus consejos y su afán por moralizar a la gente,
había alcanzado más de un triunfo, ya apartando a una doncella del
precipicio, ya dando resignación a una casa víctima de un marido celoso o
brutal, ya conteniendo a más de una viuda en los estrechos límites de
la honestidad.
Así es que todas las mujeres del pueblo, aun las que no ocurrían a
buscar sus consejos, teníanle mucho cariño y profundo respeto. Verdad es
que él se lo merecía, pues el tiempo que no ocupaba en aquellos
caritativos ejercicios, lo empleaba en la oración, y en el pueblo se
decía que en algunos éxtasis se le había aparecido San Francisco.
Una tarde, varias mujeres del pueblo habían estado a
quejarse con el hermano, de los malos tratamientos que sufrían de sus
maridos y a buscar consuelo y resignación; calmábalas el santo viejo,
cuando a una de ellas se le ocurrió decir:
-No sé por qué Dios nuestro señor no ha dispuesto que nuestros
maridos no sufran los mismos dolores que nosotras cuando damos a luz un
niño; así se enseñarían a tener más cariño por sus madres, conociendo lo
que han sufrido, y más consideración a sus mujeres.
Aquella reflexión pareció al hermano Cirilo de tanto peso y de tan
fecundos resultados, que creyó firmemente que si tal cosa llegaba a
suceder, los hombres entrarían por el camino de la virtud con la mayor
felicidad.
Toda la tarde meditó en aquello, y apenas se encerró en su casa,
con más fervor comenzó a implorar de su padre San Francisco la
realización de aquel milagro.
El santo no fue sordo al llamamiento de su devoto, y revestido de
su angélica dulzura y en medio de un limbo de luz, descendió hasta el
humilde cuarto del hermano Cirilo.
No hizo más que verlo éste y renovar con más fervor sus súplicas y sus ruegos.
-¿Pero hijo, Cirilo, no ves -dijo el santo-, no ves
que lo que tú pides es una de las mayores tonterías? Como están las
cosas ordenadas en el mundo por Dios, así están bien.
-¿Tú sabes qué lío se armaba si Dios te concede lo que solicitas?
Déjate de necedades y sigue como vas, y no te metas a mayores ni le
quieras corregir la plana a Dios. Valiente cisco se armaría en el mundo,
si los hombres tuvieran que sufrir, al par que las mujeres, los dolores
de la maternidad.
Muchas cosas más dijo el santo; pero el hermano Cirilo, que debía
tener cabeza de aragonés, como dicen los españoles, tanto rogó y se
empeñó y tantos argumentos puso, que su santo patrono condescendió al
fin en interceder con Dios para conseguir aquel milagro, y se volvió a
su celestial morada, no sin decir antes al hermano Cirilo:
-Ya verás, ya verás como Nuestro Señor me va a decir que no.
Pero en esto no acertó el glorioso San Francisco, porque Nuestro
Señor, que todo lo estaba mirando y todo lo tenía presente, determinó
conceder aquel favor, para dar con eso una lección al orgullo humano,
que piensa que las cosas han de salir mejor encaminadas por los hombres
que dirigidas por la Providencia, y no puso más condición que todos los
del pueblo debían de saber con un día de anticipación lo que allí iba a
pasar, para que ninguno se quejara de ignorancia.
Tiempo le faltaba al hermano Cirilo cuando supo la divina merced,
para salir contándolo por el pueblo, y no se dieron poca prisa las
mujeres para difundir la noticia, de manera que a las pocas horas todas
la sabían y comenzaron a mirar a sus maridos con una especie de
compasión burlona.
Los hombres tomaron aquello por una tontería del hermano Cirilo y
por una infantil credulidad de las mujeres; pero muy pronto tuvieron que
sufrir el más triste de los desengaños.
Como era natural, la primera víctima fue el más
infeliz de aquellos habitantes, y tocóle serlo a un pobre y honrado
zapatero, que vivía en uno de los barrios y en una casita baja.
Desde los primeros momentos en que la mujer se sintió enferma, el
pobre zapatero comenzó a sentir cosas que no son ni para escritas, daba
vueltas por su taller como un león rabioso, unas veces desesperado,
otras queriendo llorar; tiraba la mesa de trabajo, azotaba las hormas
contra la pared, bailaba sobre los zapatos del cura y sobre unas
pantuflas de la boticaria que tenía para componerlas; ya se sentaba
sobre el clásico trípode en el que había pasado horas tan felices
cantando al compás del martillar en los tacones; ya se dejaba caer en el
suelo; ya se paseaba precipitadamente, ya, con la cabeza apoyada en el
muro, soltaba por aquella boca todas cuantas maldiciones había
aprendido.
Las mujeres del pueblo, que habían estado en acecho del
cumplimiento de la promesa del hermano, tuvieron en seguida noticia de
lo que ocurría en la casa del zapatero: seguidas de los hombres y de los
muchachos, comenzaron a llegar allí; primero pasaban por la puerta,
como si fueran a otro negocio; después se detenían un poco de tiempo
allí, y por último, uniendo la confianza con la impunidad, formaron
grupos en la puerta y aquello era un verdadero tumulto.
No le faltaba más al pobre zapatero; tras de estar enfermo y sin
poder trabajar y por consiguiente, sin pan, encontrarse con que su casa y
él se habían convertido en diversión para el pueblo.
Al principio los amonestaba a que se retirasen; los injurió en
seguida: más exaltado comenzó a tirarles con las hormas y con las botas y
con cuanto encontraba en el taller; y por último, como un ejército
sitiado determinó hacer una salida, y armado de una lezna, arremetió a
la muchedumbre.
Todo el mundo huyó espantado; pero no estaba el zapatero para
persecuciones; retiróse desesperado a su casa, y pocos momentos después
la muchedumbre había vuelto y llegado hasta las puertas del taller.
La noticia de aquel suceso llegó hasta el Ayuntamiento; rióse el
alcalde, hombre de buen carácter, y como ya era la hora de la comida,
que en aquel pueblo entre doce y una se comía, calóse el sombrero,
echóle sobre los hombros la pesada capa un diligente alguacil, y él en
pleno goce de la más perfecta salud, y con un hambre devoradora, se
dirigió tranquilamente a su casa, acariciándose el voluminoso vientre.
Pero al llegar al domicilio conyugal lo esperaba la más grata de las
sorpresas: su mujer había dado a luz un robusto infante.
El alcalde no creía en el milagro, pero comenzó a sentir cierto
desasosiego considerando su estado sanitario, y como las murmuraciones
de los vecinos y las miradas de curiosidad que le dirigían las mujeres, y
el saber que se había repetido el caso del zapatero, le hicieron
extrañar y desear dolores y sufrimientos que en otras circunstancias le
hubieran atemorizado, la situación era crítica; y como ya entonces se
había dicho aquello de «todo se ha perdido, menos el honor», el alcalde
(por si acaso) comenzó a fingir padecimientos que no tenía; se metió en
la cama y empezó a berrear desesperadamente, asombrando, como era
natural, hasta a su misma consorte.
Mientras tanto, la casa del fiel de fechos era un campo de
Agramante; porque el fiel de fechos, sin ser un Adonis, era joven y
tenía por mujer a una señora tan entrada en años que para verse
reproducido hubiera necesitado el milagro de Sara, la mujer de Abraham, o
de la madre del profeta Samuel.
El pobre hombre trató de disimular al principio, pero palidecía; su
rostro se desencajaba; un sudor frío empapaba su frente y no hubo
remedio: lo advirtió la mujer y allí fue Troya.
Por todo el pueblo se repetían, escenas semejantes;
había robustos jornaleros sin poder trabajar y tomando tazas de caldo;
las sospechas nacían de cualquier incidente y los hombres no tenían
libertad para quejarse del dolor más insignificante, sin excitar los
rabiosos celos de las mujeres.
Entre tanto el hermano Cirilo pasaba por las calles como un perro
en barrio ajeno; las mujeres que tanto habían deseado aquella situación,
le insultaban al pasar, y cuando menos, le llamaron beato pernicioso y
santo perjudicial; los hombres le amenazaban cada vez que le veían, y
él, por evitar tanto conflicto, encerróse en su casa a pedir a Dios y a
San Francisco, en fervorosas oraciones, que levantara aquel azote que
por culpa suya pesaba sobre el pueblo.
Por fin, para calmar sus congojas, apareciósele otra vez el santo, y con acento dulce al par que severo, le dijo:
-Ya lo ves, hijo, Cirilo, ya ves qué jaleo has armado a esta
población; ya ves que se acabó la paz y la tranquilidad y que a cada
paso es un belén y que nadie se entiende; ya ves que no es lo mismo
predicar a las viejas que hacer mundos, y que en eso hay su poquita de
diferencia. El Señor, con su infinita misericordia, ha ordenado que cese
inmediatamente esta calamidad; pero tú, aprende a no criticar lo que no
entiendes, y procura salirte cuanto antes del pueblo, porque de buena
tinta sé que los hombres, y con mucha justicia, te quieren arrimar cada
paliza que se te ha de olvidar hasta el santo de tu nombre; conque
experiencia y enmienda, y queda con Dios.
Desde ese momento restablecióse el orden natural en
el pueblo; pero temiendo la burla de los otros pueblos, los vecinos, sin
excepción de sexo ni edad, juraron guardar eternamente el secreto de
aquellos acontecimientos.
En cuanto al hermano Cirilo, no volvió a saberse de él; posible es
que a esta fecha haya muerto, y juzgado piadosamente, estaría gozando de
la gloria eterna.
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