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pueblos de España, y a principios de este siglo, vivía un varón
ejemplarísimo por sus virtudes, y a quien todos llamaban allí el hermano
Cirilo; no porque perteneciera a ninguna comunidad ni cofradía, sino
porque de propia voluntad vestía siempre el hábito de San Francisco, y a
todos los saludaba con el cariñoso título de hermano.
bienaventuranzas que dijo Jesucristo, porque era manso, misericordioso y
limpio de corazón, pero sobre todo, la que más le cubría era aquella,
en que habló el Redentor, de los pobres de espíritu, que si pobre en
bienes terrenales estaba siempre, porque a los pobres daba cuanto
adquirir podía, más escaso andaba en materia de espíritu, sin que por
esto pudiera decirse de él, que era todo lo que se llama un tonto, ni
mucho menos.
andaban muy de acuerdo con la moral evangélica, el hermano Cirilo, con
sus exhortaciones, sus consejos y su afán por moralizar a la gente,
había alcanzado más de un triunfo, ya apartando a una doncella del
precipicio, ya dando resignación a una casa víctima de un marido celoso o
brutal, ya conteniendo a más de una viuda en los estrechos límites de
la honestidad.
buscar sus consejos, teníanle mucho cariño y profundo respeto. Verdad es
que él se lo merecía, pues el tiempo que no ocupaba en aquellos
caritativos ejercicios, lo empleaba en la oración, y en el pueblo se
decía que en algunos éxtasis se le había aparecido San Francisco.
tener cabeza de aragonés, como dicen los españoles, tanto rogó y se
empeñó y tantos argumentos puso, que su santo patrono condescendió al
fin en interceder con Dios para conseguir aquel milagro, y se volvió a
su celestial morada, no sin decir antes al hermano Cirilo:
Señor, que todo lo estaba mirando y todo lo tenía presente, determinó
conceder aquel favor, para dar con eso una lección al orgullo humano,
que piensa que las cosas han de salir mejor encaminadas por los hombres
que dirigidas por la Providencia, y no puso más condición que todos los
del pueblo debían de saber con un día de anticipación lo que allí iba a
pasar, para que ninguno se quejara de ignorancia.
pobre zapatero comenzó a sentir cosas que no son ni para escritas, daba
vueltas por su taller como un león rabioso, unas veces desesperado,
otras queriendo llorar; tiraba la mesa de trabajo, azotaba las hormas
contra la pared, bailaba sobre los zapatos del cura y sobre unas
pantuflas de la boticaria que tenía para componerlas; ya se sentaba
sobre el clásico trípode en el que había pasado horas tan felices
cantando al compás del martillar en los tacones; ya se dejaba caer en el
suelo; ya se paseaba precipitadamente, ya, con la cabeza apoyada en el
muro, soltaba por aquella boca todas cuantas maldiciones había
aprendido.
cumplimiento de la promesa del hermano, tuvieron en seguida noticia de
lo que ocurría en la casa del zapatero: seguidas de los hombres y de los
muchachos, comenzaron a llegar allí; primero pasaban por la puerta,
como si fueran a otro negocio; después se detenían un poco de tiempo
allí, y por último, uniendo la confianza con la impunidad, formaron
grupos en la puerta y aquello era un verdadero tumulto.
alcalde, hombre de buen carácter, y como ya era la hora de la comida,
que en aquel pueblo entre doce y una se comía, calóse el sombrero,
echóle sobre los hombros la pesada capa un diligente alguacil, y él en
pleno goce de la más perfecta salud, y con un hambre devoradora, se
dirigió tranquilamente a su casa, acariciándose el voluminoso vientre.
Pero al llegar al domicilio conyugal lo esperaba la más grata de las
sorpresas: su mujer había dado a luz un robusto infante.
desasosiego considerando su estado sanitario, y como las murmuraciones
de los vecinos y las miradas de curiosidad que le dirigían las mujeres, y
el saber que se había repetido el caso del zapatero, le hicieron
extrañar y desear dolores y sufrimientos que en otras circunstancias le
hubieran atemorizado, la situación era crítica; y como ya entonces se
había dicho aquello de «todo se ha perdido, menos el honor», el alcalde
(por si acaso) comenzó a fingir padecimientos que no tenía; se metió en
la cama y empezó a berrear desesperadamente, asombrando, como era
natural, hasta a su misma consorte.
en barrio ajeno; las mujeres que tanto habían deseado aquella situación,
le insultaban al pasar, y cuando menos, le llamaron beato pernicioso y
santo perjudicial; los hombres le amenazaban cada vez que le veían, y
él, por evitar tanto conflicto, encerróse en su casa a pedir a Dios y a
San Francisco, en fervorosas oraciones, que levantara aquel azote que
por culpa suya pesaba sobre el pueblo.
población; ya ves que se acabó la paz y la tranquilidad y que a cada
paso es un belén y que nadie se entiende; ya ves que no es lo mismo
predicar a las viejas que hacer mundos, y que en eso hay su poquita de
diferencia. El Señor, con su infinita misericordia, ha ordenado que cese
inmediatamente esta calamidad; pero tú, aprende a no criticar lo que no
entiendes, y procura salirte cuanto antes del pueblo, porque de buena
tinta sé que los hombres, y con mucha justicia, te quieren arrimar cada
paliza que se te ha de olvidar hasta el santo de tu nombre; conque
experiencia y enmienda, y queda con Dios.