Only page of title
1,783
35
Moderate

Comenzaba a anochecer
cuando llegamos a Covadonga. La luna, en creciente, estaba casi a la
mitad del cielo, y su débil claridad se mezclaba con las últimas luces
del crepúsculo, dando a todos los objetos un aspecto fantástico,
aumentando sus proporciones con la indecisión de los perfiles.
Muchos días hacía que soñábamos con Covadonga. Sentíamos la fiebre
de la impaciencia por conocer aquel lugar histórico, y revivíamos las
tradiciones y las crónicas en nuestro cerebro, y multiplicábamos las
leyendas que brotan de cada uno de los cantos que han inspirado aquellas
rocas, sagradas para los españoles. Así es que, al llegar y penetrar en
la cañada en aquella hora tan misteriosa, nuestra imaginación se
exaltaba, y nos parecía que escuchábamos el alarido de los moros y el
ronco grito de los cristianos; y con asombro contemplábamos aquellos
enhiestos peñascos, y Covadonga nos parecía una inmensa concha de
granito que había cerrado sus valvas gigantescas para abrigar como una
perla a un grupo de héroes, y las abrió después para que de allí saliera
el germen de un pueblo que debía crecer y robustecerse cada día,
reconquistar su patria y pasear triunfante sus banderas en el siglo XVI por la mitad del mundo.
Nos dieron albergue en la hospedería, y a las ocho de la noche nos sentamos a comer, los pocos peregrinos que allí estábamos.
La conversación de sobremesa tomó un carácter de familiaridad muy
agradable, porque éramos pocos y todos habíamos llegado en busca de la
impresión que debía causarnos aquel lugar.
Frente a mí sentáronse a la mesa un alemán joven -representaba unos
treinta y cinco años-, y a su lado una señora como de cincuenta y
cinco, que no podía decirse a primera vista si era madre o mujer del
caballero. Los dos hablaban el español correctamente, y tuvieron la
delicadeza de no dirigirse entre sí la palabra en alemán por temor de
que nosotros no lo comprendiéramos, probándonos así, aunque
indirectamente, que eran personas de distinción.
A la mitad de la comida ya sabíamos que aquella señora era la mujer
del alemán, que se nombraba Leopoldo Schloesing; pero nos llamaba la
atención que para nosotros fuera don Leopoldo, y su mujer le llamara
Guillermo.
Quizá Leopoldo llegó a comprender que nos admiraba eso, y además la
gran diferencia de edad que entre los dos había y el profundo cariño
que se mostraban, porque, dirigiéndose a mí, dijo:
-¿Creerá usted que mi mujer tiene más edad que yo?
No supe qué contestar, porque decir que no, era una mentira que me
habría conocido en los ojos; y que sí, una falta de galantería con
aquella señora, que sonreía dulcemente cuando oyó la pregunta de su
marido, y le miraba con una profunda ternura.
-Pues no, señor -continuó el alemán-; le llevo, cuando menos, ocho
años, y esto puedo asegurarlo a ustedes bajo mi palabra de honor.
Ninguno de nosotros se atrevió a abrir los labios. Si aquello lo
hubiera dicho en son de broma, a pesar de que reírse de ello hubiera
molestado quizá a la señora, nos hubiera quedado el camino de la risa;
pero al decir eso, su fisonomía había tomado todos los rasgos de la
solemnidad, su voz tenía las vibraciones de una profecía, y sus ojos no
se dirigían a nosotros, sino que en su mirada parecía perderse en lo
infinito.
-No es un secreto, ni quiero hacer un misterio de lo que voy a
contar a ustedes. Creo firmemente que van a tomarme por un loco, y van a
tener lástima de mi pobre Margarita; pero es una verdad.
La señora oprimió entre sus manos el brazo de su marido, apoyó la
cabeza en el hombro de él, y vimos llenarse sus ojos de lágrimas.
Nosotros estábamos como soñando, y hasta un criado y dos chicas que
servían la mesa permanecían como petrificadas con los platos y los
cubiertos, que limpiaban en ese momento en un trinchero que había en el
fondo del salón.
La luz de las lámparas nos pareció que alumbraba menos. Aquel
hombre había llegado a preocuparnos, por no decir a sugestionarnos.
-Tenía veintiocho años; era honrado, laborioso, inteligente; amaba
con todo mi corazón a Margarita, que contaba entonces veinte, y que
vivía con su buena madre en Hamburgo, si no rica, sí con bienestar. Su
padre, al morir, le había dejado un, capital que, bien colocado, bastaba
a cubrir con sus rentas las necesidades de las dos señoras, que no
tenían pariente alguno.
Nuestro amor había nacido cuando éramos niños, y yo sólo esperaba
formarme un caudal propio para casarme con Margarita; pues para eso, no
sólo contaba con la aprobación de la madre, sino que la buena señora me
quería como si fuera yo su hijo.
Por aquellos días se me presentó una brillante especulación en
América, que sería largo explicar a ustedes, pero que no me tendría más
de un año ausente de mi país y haría cuadruplicar los fondos que yo
pusiese; mas no poseía yo ese capital, y esto me llegó a preocupar de
tal manera que Margarita y su madre comprendieron que me pasaba algo, y
me instaron a que les dijese mi secreto. ¿Qué podía negarles? ¡Eran mi
único cariño sobre la tierra! Todo se los conté, y ellas procuraron
consolarme; pero eso era difícil cuando yo sentía que se me escapaba una
fortuna de entre las manos, y con ella mi felicidad, porque era la
realización de mi matrimonio.
Pocos días después, al llegar a la casa de Margarita, las dos
señoras se arrojaron en mis brazos, llorando verdaderamente de alegría.
Habían realizado todo cuanto poseían y me lo ofrecían para mi empresa.
Me negué resueltamente a aceptarlo; pero ellas rogaron, lloraron,
lo exigieron, haciéndome comprender que moralmente formábamos una sola
familia; que debían ser comunes nuestras alegrías, nuestras penas,
nuestras esperanzas, y, en fin, que si aquel capital se perdía, pobres
Margarita y yo, nos casaríamos como pobres, y yo mantendría a la familia
con el fruto bendecido de mi trabajo. No era posible resistir. Acepté:
llegó el día de la partida; me despedí de Margarita y de su madre, y me
embarqué para América.
El alemán permaneció un rato en silencio, durante el cual todos teníamos los ojos clavados en él.
-Ya sé -continuó solemnemente- que no hay para qué preguntar a
ustedes que si creen en la metempsicosis, en las teorías de Pitágoras
acerca de la transmigración de las almas, o en las doctrinas de la
reencarnación que han sostenido con tanto empeño apóstoles del
espiritismo como Allán Kardec o Juan Renau, porque todas esas teorías
han de ser para ustedes delirio. Yo también tenía esas convicciones.
Contábamos el sexto día de la navegación, cuando nos envolvió una
de esas cerradas nieblas tan comunes en los mares del Norte. Navegábamos
como entre escollos, según las precauciones que el capitán tomó: un
gran foco de luz en lo alto de uno de los palos; la máquina de vapor
lanzando cada dos o tres minutos un prolongado y estridente gemido, y
marineros vigilando entre las vergas. Pero todo fue inútil: yo iba sobre
cubierta, y repentinamente vi obscurecerse la niebla delante de
nosotros; surgió envuelto en ella, y como brotando del fondo del mar, un
vapor enorme que vino a chocar contra el nuestro, produciendo un
espantoso ruido que no puedo explicar. Se abrió nuestro buque, y no sé
lo que pasó después, porque me sentí desvanecer, y confusamente,
rumores, músicas, angustias. Recobré la conciencia de mi ser, pero no
era yo lo que había sido. Me encontré ligero; estaba yo en el espacio
como suspendido, y a lo lejos veía el lugar de la catástrofe, no más
como una mancha de niebla sobre la inmensidad del mar, porque la tierra,
sin arrastrarme en su movimiento, caminaba vertiginosamente flotando en
lo infinito. Entonces comprendí que habla yo muerto. Comencé a adquirir
la maravillosa perfección de los espíritus: pude ver a inmensa
distancia, y entre muchos cadáveres que flotaban sobre las olas reconocí
el mío.
Sufría la más terrible de las penas, pensando en Margarita y en su
madre, en su dolor, en su aislamiento, en la vida de miseria que las
esperaba, y formé la resolución de volver al mundo en su ayuda.
Volvió a callar Leopoldo, y ninguno de nosotros se atrevió a mirar a
los demás compañeros, por temor de encontrarse un rostro burlón.
No creíamos aquella historia; pero tanto nos preocupaba que deseábamos creerla.
-Un año después -continuó Leopoldo- habla yo reencarnado en el
cuerpo de un niño, hijo único de un opulento capitalista, y en la misma
ciudad en que vivía Margarita. Hasta los siete años durmieron mis
recuerdos; pero despertaron claros y brillantes con la conciencia de la
misión que me había yo impuesto.
Era el momento de dar la prueba para que ella pudiera creerme.
Busqué a Margarita como puede buscar un niño al que sólo llevan a los
parques a tomar aire.
Por fortuna mía, una tarde que jugaba con otros niños pasó por
donde estábamos, e inmediatamente que la vi, saliendo a su encuentro, la
colmé de caricias. Admiróse ella de aquel amor tan repentino, y más
cuando le dije: -Ven mañana a esta hora, que tengo que contarte una cosa
muy hermosa.
Sin duda creyó que eran cosas de niño; pero al día siguiente allí
estaba. Nos sentamos en un banco de piedra, mientras que mi aya, en otro
banco apartado de allí, se entregaba por completo a la lectura de una
novela. Entonces conté a Margarita que yo, el niño Leopoldo, era
Guillermo: creí que iba a volverse loca, porque yo, para probarle
aquella verdad, le repetí hasta las palabras de nuestras conversaciones y
los más insignificantes detalles de mi vida anterior, pero cuidando de
ocultarle mis proyectos para lo por venir. Supe que la madre de
Margarita había muerto de dolor al recibir la noticia de la catástrofe, y
que ella, siempre triste, se mantenía dando lecciones de música.
Desde entonces Margarita recobró su alegría, trabajaba con más
empeño, ahorraba para poder comprarme un juguete, y procuraba verme en
todas partes: sentía como la ternura de una madre.
Tuve veintiocho años; mi padre y mi madre habían muerto, y yo era
dueño de una buena fortuna. Propuse a Margarita que nos casáramos;
resistió, alegando la diferencia de edades; pero yo la obligué: nos
unimos hace ocho años, y somos un felices como el primer día de nuestro
matrimonio. Buenas noches, señores, y cada uno juzgue de mi historia
como le parezca.
-Buenas noches -contestamos todos. Y Leopoldo, llevando a su mujer asida de un brazo, salió pausadamente del comedor.
Sin hacer comentarios nos retiramos todos en el
momento, y apenas pude dormir pensando si habría algo de verdad en
aquella historia, si eran dos locos o eran un loco y una mártir.
Cuando nos levantamos a la mañana siguiente, ya los alemanes habían partido de Covadonga.
End of title