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Moderate

Enrique Granier era un francés de gran corazón, y, sin embargo, se había establecido en México abriendo una casa de empeños.
No quiere decir eso que yo juzgue hombres de malos sentimientos a
los que tienen casa de empeños; pero hay, sin embargo, necesidad de
tener un carácter especial para fundar la propia ganancia en la
desgracia ajena; porque es seguro que solamente van a buscar el remedio
en el empeño los perseguidos de la suerte, y allí se apuran hasta los
últimos recursos, y ahí, tras lo superfluo, va lo necesario: después de
la joya, llegan hasta el colchón y las prendas más indispensables. Se
encuentra allí, es cierto, la salvación de momento, pero se prepara la
angustia de lo por venir.
A pesar de eso, siempre el que sale de aquella casa muestra en el
rostro algo de satisfacción; y es natural, pues si a dejar fue la
prenda, sale con el dinero que remedia una necesidad o salva de un
compromiso; si a recuperarla fue, sale contento con ella, porque vuelve a
reconquistarla después de haberla creído perdida, y es ya un augurio de
mejores tiempos. Pero, a pesar de todo, es triste contemplar aquella
multitud de objetos, cada uno de los cuales es el símbolo de una
angustia, de un sacrificio, de un dolor, y cada persona de las que
vienen sueña que lleva un objeto de gran valía, que simboliza para él la
esperanza de salvación, y se encuentra con el frío razonamiento del
comerciante, que no ve en aquello el último recurso de una familia sin
pan, sino una prenda que definitivamente no puede venderse para cubrir
la suerte principal y el interés del préstamo.
Y yo le hacía todas estas reflexiones a Granier, y él me contestaba:
-Mire usted, en el fondo tiene usted mucha razón, pero en la lucha
por la existencia, los sentimientos románticos entran por muy poco en el
cálculo. Además, el hombre se acostumbra a todo; se procura tratar a
los clientes con la mayor benevolencia, y siempre viene con la reflexión
este razonamiento: tienen que existir estas casas de empeños; y de no
tenerlas yo, las tendría otro, que quizá fuera más rudo y sacrificara a
los pobres.
-Tiene usted razón también; pero ahí, detrás de ese mostrador,
habrá usted comprendido todas las miserias de la humanidad, habrá usted
presentado escenas conmovedoras.
-Sí, cosas terribles; oiga usted una historia muy sencilla, pero que a mi me conmovió profundamente.
-Cuéntemela usted.
Era una tarde del mes de diciembre; el tiempo estaba
muy frío; obscurecía, y ningún parroquiano asomaba por la puerta de la
casa. Iba yo a cerrar para arreglar mis cuentas, cuando entró una niña
pequeñita, como de seis años, vestida muy pobremente, y que se acercaba
como vacilando y con timidez al mostrador. Me causó compasión
instintivamente, y como no alcanzaba para hablarme, me incliné sobre la
mesa para verle la cara.
-¿Qué quieres? -le pregunté.
-Nada.
-¿Cómo nada? Pues entonces, ¿a qué vienes?
-Porque mi papá y mi mamá están enfermos en la cama, y no han comido en todo el día porque no tenemos, y yo vengo a empeñar.
-¿Vienes a empeñar? ¿Qué traes para empeñar?
Y ella entonces sacó de un viejo y destrozado rebocillo con que se
cubría, un objeto pequeño, que me presentó con una especie de orgullo,
al mismo tiempo que de dolor, y como quien sacrifica una riquísima
alhaja, diciéndome:
-Pues vengo a empeñar mi rorro.
Era un rorro viejo y maltratado, que seguramente no valía dos céntimos.
Comprendí todo lo que pasaba en el corazón de aquella niña; el
valor tan grande que daba a su muñeca; el doloroso sacrificio que hacía
por sus padres al empeñarlo, y la esperanza tan lisonjera de obtener por
él una gran fortuna.
-¿Y qué hizo usted? -le pregunté a Granier.
-Pues sentí un nudo en mi garganta, y, sin poder hablar, le di a la
niña cinco duros y le devolví su rorro, y me quedé llorando como un
tonto sobre el mostrador.
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