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rápidamente, se difundió una mañana por el honrado pueblo de
Torrepintada la escandalosísima noticia de que Lucía, una de las
muchachas más virtuosas y más guapas del lugar, había desaparecido,
abaldonando a la tía Ruperta, de quien recibiera cuidados maternales y
moral y cristiana educación.
habían averiguado por las viejas más curiosas del pueblo que,
refiriéndose unas a otras lo que habían visto, y atando cabos, venían a
reducirse a que la virtud de la chica había naufragado en el tempestuoso
mar de sus amores con el hijo de un indiano que pocos días antes
regresó a La Habana, abandonando a la infortunada Lucía.
pocos días después de nacida, y ella por todo el oro del mundo no
hubiera vuelto a Torrepintada. No hacía más que recordar a sus conocidas
y amigas, y al punto sentía encenderse su rostro de vergüenza. ¡Ella!
¡Ella era la única que desde tiempos inmemorables había manchado las
honradas tradiciones del pueblo y las nunca bien ponderadas virtudes de
las mujeres!
esposa de un opulento capitalista necesitó un ama, y como llovida del
cielo presentóse Lucía, que, después de reconocida por los médicos y
previo el largo interrogatorio que acostumbraban las madres en pasos
semejantes, fue admitida al servicio de aquella señora.
ángel; la señora, amable y cariñosa; el capitalista, un hombre de mundo
y con carácter franco y benévolo. Lucía creyó haber llegado al Paraíso.
¡Qué trajes de pasiega le encargó la señora! ¡Qué collares y qué
pendientes de monedas de plata! ¡Qué sayas! Y, en fin, ¡qué
consideraciones y qué mimos!
indiferente la ruta que seguían; pero poco a poco fue pareciéndole que
aquel camino lo había recorrido otras veces; los árboles, las casas, los
puentecillos y hasta esos montones de piedras que los peones camineros
ponen cerca de las cunetas para cegar los baches le parecieron viejos
conocidos, y un movimiento de terror sacudió su corazón. No le quedaba
duda: aquél era el camino que iba a su pueblo; sin duda los señores se
dirigían hacia allá, y ¿cómo iba a presentarse allí, que la habían
conocido tan buena, tan pura?, ¿cómo iban a verla sirviendo de nodriza,
ellas, tan intolerantes, tan honradas? Quiso preguntar a la señora, pero
no se atrevió, más que por discreción, porque se figuraba que eso era
como recordar su falta.
amos de Lucía eran personas de gran respeto y de gran cariño para el
rico del pueblo. Él era su banquero en la capital de la provincia y le
servía de empeño en cuanto allí se ofrecía; además, don Lorenzo era un
viejo comerciante que había viajado mucho; hombre que conocía el mundo y
que, cansado ya, se había retirado a vivir tranquilamente al pueblo de
su nacimiento, y además, como la bandera cubre la mercancía, recibió a
la ahijada como si no hubiese noticia de cuanto había pasado, y
recomendó a sus criados que, mientras los señores tomaban la merienda en
la sala, cuidaran de que el ama merendara y paseara con el niño por el
amplio y bien cultivado jardín.
Lucía: cuánto ganaba, cómo la vestían, cómo la trataban, si estaba
contenta, si paseaba mucho, si era dichosa, y todavía los señores no se
despedían de don Lorenzo, y ya por todo el pueblo corrían y se sabían
aquellas noticias como si se hubieran publicado en la hoja
extraordinaria de un periódico.