Only page of title
1,322
24
Difficult

Allá por el año de
gracia de 1521 pasó a las Indias en busca de fortuna, y a servir al
emperador en las conquistas de Nueva España, un soldado español llamado
Juan de Ojeda.
Érase Juan de Ojeda un mocetón en la flor de la edad, extremeño de
nacimiento, y tan osado y valeroso como perverso y descreído, y tan
descreído y perverso como murmurador y maldiciente. Pusiéronle por mote
sus compañeros «Barrabás», tanto por lo avieso de su condición como para
distinguirle de un Ojeda a quien «El Bueno» le llamaban por sus
costumbres irreprochables, y de otro que llamaban «El Galanteador»,
porque andaba siempre en pos de las muchachas de los caciques y señores
de la tierra.
Túvole Hernán Cortés gran afecto por su valor y por la presteza y
diligencia con que todas las comisiones y trabajos del servicio
desempeñaba. Pero mejor que los compañeros de Ojeda, conocía sus malas
cualidades, y a esto debido, ni le dio nunca mando que importar pudiera,
ni guarda le confió de prisioneros a quienes se atreviera a sacrificar o
a poner en libertad a cambio de algunos cañones de pluma llenos de
polvo de oro, moneda supletoria bien usada en aquellos días.
Una tarde, ya después de la toma de la capital del poderoso imperio
de Moctezuma, y cuando el ejército de Cortés se había retirado a la
ciudad de Coyoacán, mientras se trazaban y comenzaban a levantarse los
suntuosos edificios que de núcleo debían servir a la moderna México,
Juan de Ojeda departía alegremente con un grupo de soldados de
caballería, hablando de sus recuerdos y sus esperanzas, sazonado plato
de conversación entre soldados.
Como palabra saca palabra, según dice el proloquio vulgar, hubo de
llegarse en el giro de aquella plática a referir que algunos de los
soldados conquistadores, sin duda arrepentidos de algo que sobre su
conciencia pesaba, y en desagravio de sus pecados, habían tomado el
hábito de religiosos, y vida hacían de misioneros tan ejemplar como
escandalosa había sido la que llevaron de soldados.
Ocurriósele entonces a alguno de los presentes decir que «Barrabás»
tendría que parar en fraile por lo mismo que, siendo soldado, había
parado en diablo. Rióse «Barrabás» alegremente de la ocurrencia y
tomando en seguida un aire solemne, dijo a sus compañeros:
-Por la salvación de mi alma, yo prometo meterme de fraile el día que mi caballo sea Dios.
Parecióles a los otros que aquello era una blasfemia, y temerosos
de los castigos que Cortés imponía a sus soldados en casos semejantes,
fuéronse escurriendo uno en pos de otro, dejando a «Barrabás», que
repetía burlonamente:
-El día que mi caballo sea Dios.
Habían pasado ya muchos meses, y corría para los
conquistadores de México casi tranquilamente el año de 1524; y digo casi
tranquilamente, porque, vencidos los mexicanos y sometido
voluntariamente al rey de España el de Michoacán, Hernán Cortés
ocupábase activamente en el establecimiento del gobierno de la colonia y
en la reedificación de la ciudad de México.
Pero, por una parte, Cortés era inquieto y emprendedor, y, por
otra, como incitándole a nuevas aventuras, a sus ilusiones se ofrecía un
territorio tan inmenso como desconocido, y la conquista de las Hibueras
vino a ser el resultado de aquellas constantes y tentadoras
seducciones.
Organizó Cortés su expedición, y salió de México, rumbo al oriente,
en demanda de nuevos reinos que ofrecer, como tributarios o como
vasallos, al emperador Carlos V. Y formando parte de aquella expedición
salió, siguiendo a su caudillo, el famoso entre sus compañeros, Juan de
Ojeda, jinete en aquel caballo cuya apoteosis esperaba, para cambiar él
por la armadura del soldado el tosco sayal de los religiosos.
No estaba el caballo de Ojeda en la primavera de su vida, y por más
que el descanso le hubiera traído macizas carnes, los años y los
trabajos le hacían ya poco vigoroso para la campaña; y como aquélla era
muy ruda y el camino muy largo, al cruzar la expedición por el Petén,
reino entonces importante, si no poderoso, enfermó el caballo y, por
mayores diligencias que se hicieron, no pudo continuar su marcha ni
salir del pueblo. Desesperado estaba Ojeda, porque quizá aquel caballo
era el único cariño de su vida. Juró y blasfemó hasta cansarse; pero
visto que la cosa no tenía remedio, suplicó a Hernán Cortés que
recomendara al cacique y a los principales señores del Petén el cuidado
de aquel caballo que, como un depósito sagrado, quedaba entre sus manos.
Tanto por la utilidad que prestaban entonces los pocos caballos con
que contaba el ejército español, como por complacer a un soldado tan
valiente como Ojeda, Cortés, por medio de sus intérpretes o nahuatlatos,
como allí se llamaban, encareció, hasta con grandes amenazas, al
cacique y a los que le acompañaban, el cuidado y las atenciones que
debían tener con el viejo animal, refiriéndoles los grandes servicios
que prestado había y la gran utilidad que de aquellas bestias se tenía
en la guerra.
Llegó el momento de la partida, y Ojeda emprendió la marcha, no sin
haberse despedido del abandonado rocín y sin haber echado por aquella
boca todos los votos y juramentos que le inspiraba tan triste situación y
las burlas de sus compañeros que, descaradamente, lo atribuían a la
blasfemia de haber querido hacer un Dios de su caballo.
Los sencillos itzaes, que así se nombraban los naturales de aquella
tierra, se encontraron en el mayor embarazo para cumplir las
indicaciones del conquistador y dejarlo complacido a la hora de su
vuelta. Porque, no conociendo qué clase de huésped era el que había
quedado allí, no encontraban medio de tratarlo como ellos deseaban;
pero, en fin, les ocurrió alojar el caballo en la mejor de las casas de
la población y ofrecerle abundante comida de conejos, gallinas y aves
sazonadas cuidadosamente al estilo del país, y grandes jarros con una
bebida regional que los españoles llamaban pitarrilla.
No por la natural tristeza de encontrarse tan abandonado entre
gente extraña, ni por falta de apetito tampoco, dejó el caballo de
aprovechar la espléndida hospitalidad de los indios; pero por causas que
los sabios explicarían fácilmente, no llegó a probar bocado y murió de
hambre a poco tiempo.
No podría describirse la consternación de los indígenas cuando por
el pueblo circuló la terrible noticia de que el huésped había expirado.
¿Qué contestar a Cortés? ¿Cómo librarse de su enojo? ¿Cómo presentarse
siquiera a su vista después de aquello, que él podría considerar como el
resultado de un gran crimen?
Convocóse una numerosa asamblea para discutir el partido que debía
adoptarse en tan críticas circunstancias; y después de varias opiniones
emitidas con timidez al principio y con gran energía en el curso de
aquella discusión, a propuesta de los más sabios del pueblo vinieron
todos a convenir en que lo más acertado era hacer una imagen del caballo
en mampostería y colocarlo entre los dioses del pueblo, para que a su
vuelta Cortés pudiera ver que, si el huésped había fallecido, el pueblo
le había colocado en el número de sus dioses.
Así se hizo, y en el idioma de aquel pueblo conocíase el nuevo dios
con el nombre de Izimin-Chac, que significa Animal del Trueno, sin duda
porque los indios creían que el caballo era el que producía el
estampido de las armas de fuego que disparaban los jinetes.
Contábase luego que Juan de Ojeda, al recibir la noticia de
aquellos acontecimientos, tomó el hábito de San Francisco, y fue en su
vejez espejo de misioneros.
Casi un siglo después, por el año de 1618, dos
misioneros franciscanos, fray Juan de Orbita y fray Bartolomé de
Fuensalida, llegaron a Petén, hasta entonces no convertido al
cristianismo, y encontraron objeto de la mayor veneración la mal formada
estatua del caballo.
El padre Orbita, en presencia de aquello, no pudo contener su
indignación, y, levantando en la mano una piedra que había arrancado del
templo, montó sobre el caballo y lo hizo pedazos a fuerza de golpes.
Los naturales de la tierra huyeron, espantados de aquella profanación, gritando mueras al extranjero.
End of title