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nacimiento, y tan osado y valeroso como perverso y descreído, y tan
descreído y perverso como murmurador y maldiciente. Pusiéronle por mote
sus compañeros «Barrabás», tanto por lo avieso de su condición como para
distinguirle de un Ojeda a quien «El Bueno» le llamaban por sus
costumbres irreprochables, y de otro que llamaban «El Galanteador»,
porque andaba siempre en pos de las muchachas de los caciques y señores
de la tierra.
diligencia con que todas las comisiones y trabajos del servicio
desempeñaba. Pero mejor que los compañeros de Ojeda, conocía sus malas
cualidades, y a esto debido, ni le dio nunca mando que importar pudiera,
ni guarda le confió de prisioneros a quienes se atreviera a sacrificar o
a poner en libertad a cambio de algunos cañones de pluma llenos de
polvo de oro, moneda supletoria bien usada en aquellos días.
de Moctezuma, y cuando el ejército de Cortés se había retirado a la
ciudad de Coyoacán, mientras se trazaban y comenzaban a levantarse los
suntuosos edificios que de núcleo debían servir a la moderna México,
Juan de Ojeda departía alegremente con un grupo de soldados de
caballería, hablando de sus recuerdos y sus esperanzas, sazonado plato
de conversación entre soldados.
llegarse en el giro de aquella plática a referir que algunos de los
soldados conquistadores, sin duda arrepentidos de algo que sobre su
conciencia pesaba, y en desagravio de sus pecados, habían tomado el
hábito de religiosos, y vida hacían de misioneros tan ejemplar como
escandalosa había sido la que llevaron de soldados.
conquistadores de México casi tranquilamente el año de 1524; y digo casi
tranquilamente, porque, vencidos los mexicanos y sometido
voluntariamente al rey de España el de Michoacán, Hernán Cortés
ocupábase activamente en el establecimiento del gobierno de la colonia y
en la reedificación de la ciudad de México.
en demanda de nuevos reinos que ofrecer, como tributarios o como
vasallos, al emperador Carlos V. Y formando parte de aquella expedición
salió, siguiendo a su caudillo, el famoso entre sus compañeros, Juan de
Ojeda, jinete en aquel caballo cuya apoteosis esperaba, para cambiar él
por la armadura del soldado el tosco sayal de los religiosos.
que el descanso le hubiera traído macizas carnes, los años y los
trabajos le hacían ya poco vigoroso para la campaña; y como aquélla era
muy ruda y el camino muy largo, al cruzar la expedición por el Petén,
reino entonces importante, si no poderoso, enfermó el caballo y, por
mayores diligencias que se hicieron, no pudo continuar su marcha ni
salir del pueblo. Desesperado estaba Ojeda, porque quizá aquel caballo
era el único cariño de su vida. Juró y blasfemó hasta cansarse; pero
visto que la cosa no tenía remedio, suplicó a Hernán Cortés que
recomendara al cacique y a los principales señores del Petén el cuidado
de aquel caballo que, como un depósito sagrado, quedaba entre sus manos.
que contaba el ejército español, como por complacer a un soldado tan
valiente como Ojeda, Cortés, por medio de sus intérpretes o nahuatlatos,
como allí se llamaban, encareció, hasta con grandes amenazas, al
cacique y a los que le acompañaban, el cuidado y las atenciones que
debían tener con el viejo animal, refiriéndoles los grandes servicios
que prestado había y la gran utilidad que de aquellas bestias se tenía
en la guerra.
haberse despedido del abandonado rocín y sin haber echado por aquella
boca todos los votos y juramentos que le inspiraba tan triste situación y
las burlas de sus compañeros que, descaradamente, lo atribuían a la
blasfemia de haber querido hacer un Dios de su caballo.
tierra, se encontraron en el mayor embarazo para cumplir las
indicaciones del conquistador y dejarlo complacido a la hora de su
vuelta. Porque, no conociendo qué clase de huésped era el que había
quedado allí, no encontraban medio de tratarlo como ellos deseaban;
pero, en fin, les ocurrió alojar el caballo en la mejor de las casas de
la población y ofrecerle abundante comida de conejos, gallinas y aves
sazonadas cuidadosamente al estilo del país, y grandes jarros con una
bebida regional que los españoles llamaban pitarrilla.
el pueblo circuló la terrible noticia de que el huésped había expirado.
¿Qué contestar a Cortés? ¿Cómo librarse de su enojo? ¿Cómo presentarse
siquiera a su vista después de aquello, que él podría considerar como el
resultado de un gran crimen?
adoptarse en tan críticas circunstancias; y después de varias opiniones
emitidas con timidez al principio y con gran energía en el curso de
aquella discusión, a propuesta de los más sabios del pueblo vinieron
todos a convenir en que lo más acertado era hacer una imagen del caballo
en mampostería y colocarlo entre los dioses del pueblo, para que a su
vuelta Cortés pudiera ver que, si el huésped había fallecido, el pueblo
le había colocado en el número de sus dioses.