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Fairly Difficult

Lo que es en algunos
cuerpos la propiedad de reflejar la luz, y en otros la de repetir el
sonido, es en la humanidad la tendencia de las generaciones para repetir
a las posteriores lo que oyeron de sus antepasados, no valiéndose del
libro ni de la escritura, sino del recuerdo y de la palabra. Viven así
las tradiciones, y tienen por eso frescura que encanta e interés que
subyuga; y estudiadas luego a la luz de la historia, se empañan con el
polvo de los archivos, se amaneran con el buen decir de los literatos, y
pierden su hechizo bajo el peso de los reflexivos estudios de los
eruditos.
Hace muchos años -tantos ya, que aún era yo niño-,
me contaban la historia del protomártir mexicano Felipe de Jesús; y
evocando sus recuerdos, y sin recurrir a documentos históricos, voy a
contarla como la oía con infantil atención de la boca de aquellas
viejas, a las que la ignorancia daba la voz de la inocencia, llenas de
fe y creyendo como una verdad incontrovertible todo lo que me referían.
No había en todo el barrio muchacho más levantisco, ni más
pendenciero, ni más travieso que Felipe de Jesús. Víctima de su carácter
inquieto y turbulento era su pobre madre, que estaba siempre llamándole
y buscándole, porque el chico jamás estaba en su casa: vivía, como
acostumbraba decirse en aquellos tiempos, con el «Jesús» en la boca cada
vez que notaba la falta del muchacho; y no acertaba con un camino para
alcanzar que Felipe hiciera, no alguna cosa buena, sino menores males de
los que causaba.
Y era el caso que por más que la madre reñía y por más que una tras
otra rezaba novenas a todos los santos del cielo, y, sobre todo, a
Santa Rita, de quien dicen que es abogada de imposibles, Felipe, en vez
de ir a la escuela, se iba con otros muchachos a los ejidos a perder el
tiempo, y volvía a su casa, unas veces con la ropa hecha pedazos, otras
con un ojo amoratado, la cabeza rota o una mano fuera de su lugar.
En la mitad del patio de la casa que habitaba Felipe
había un tronco de higuera seco, pero respetado: porque todas esas
higueras que había entonces en los patios de las principales casas de
México eran llevadas desde Jerusalén, como obsequio, por religiosos que
emprendían el viaje a los Santos Lugares y escogían, como recuerdo,
esquejes de aquellas higueras, que, plantados en Nueva España, se
convertían fácilmente en árboles frondosos.
Cada vez que la madre de Felipe tenía un disgusto con el chico, y
eran frecuentes, exclamaba: «-¡Felipe, Dios te haga un santo!».
Y la vieja esclava decía siempre por lo bajo: «¿Felipillo santo? Cuando la higuera reverdezca».
Con tan estimables cualidades, aunque salvado
siempre de peligros, llegó Felipe a ser joven; y como no daba muestras
de arrepentimiento, ni señales de enmienda, el padre, que hasta entonces
no había tomada cartas en el negocio, determinó adoptar una enérgica
resolución que cortar pudiera el camino que llevaba Felipe, y que a su
juicio debía terminar, si no en la horca, cuando menos en un presidio.
Preparóse viaje y en la primer nao de China que salió de Acapulco,
partió Felipe con un sencillo equipaje y unas cartas de recomendación
para un amigo de su padre, español y rico comerciante de Manila.
Muchos años pasaron: murió el padre de Felipe, y la
pobre madre, acompañada sólo de la vieja esclava, siguió viviendo en la
misma casa, siempre pensando en su hijo, de quien no tenía noticias, y
siempre mirando aquel tronco seco, que le recordaba el dicho de la
negra: «-¿Felipillo santo? Cuando la higuera reverdezca».
Una mañana, en el mes de febrero, es decir, en pleno
invierno, al abrir la negra las puertas de la ventana que daba al
patio, miró asombrada el viejo tronco de higuera cubierto de hojas tan
verdes y tan frescas como si estuviera en los primeros años de su
lozanía.
Inmediatamente dio la vuelta y entró por la casa gritando:
-¡Señora, señora! ¡Felipillo santo! ¡Felipillo santo! ¡La higuera ha reverdecido!
Dice la tradición que aquel día Felipe de Jesús,
profeso en la Orden de San Francisco, había sufrido el martirio en unión
de otros misioneros en Nagasaki.
El papa Urbano VIII le beatificó, y la madre, que tanto por él
había sufrido, salió al lado del virrey en la procesión, el día en que
se celebró en México la beatificación de Felipe.
La historia no cuenta todo esto así; pero a mí me halaga más la tradición.
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