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visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese
que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo,
porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes
daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad
con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede
darse fe a la siguiente narración:
sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay
pueblecitos como son en lo general todos aquéllos: casitas blancas
cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se
refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que
les prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes
platanares y gigantescos cedros.
entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por
todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al
cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires
necesitan los maestros de escuela de los pueblos!
aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de
orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía;
en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las
sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.
gran butaca de mimbre; un criadito le traía una taza de chocolate
acompañada de una gran torta de pan, y don Lucas, disfrutando del fresco
de la tarde y recibiendo en su calva frente el vientecillo perfumado
que llegaba de los bosques, como para consolar a los vecinos de las
fatigas del día, comenzaba a despachar su modesta merienda, partiéndola
cariñosamente con su loro.
debilidad, y que estaba siempre en una percha a la puerta de la escuela,
a respetable altura para escapar de los muchachos, y al abrigo del sol
por un pequeño cobertizo de hojas de palma. Aquel loro y don Lucas se
entendían perfectamente. Raras veces mezclaba sus palabras, más o menos
bien aprendidas, con los cantos de los chicos, ni aumentaba la algazara
con los gritos estridentes que había aprendido en el hogar materno.
su chocolate, entonces aquellos dos amigos daban expansión libre a todos
sus afectos. El loro recorría la percha de arriba abajo, diciendo
cuanto sabía y cuanto no sabía; restregaba con satisfacción su pico en
ella, para recibir la sopa de pan con chocolate que con paternal cariño
le llevaba don Lucas.
filiación del prófugo podría habérsele distinguido entre la multitud de
loros que pueblan aquellos bosques, don Lucas, lanzando de lo hondo de
su pecho un «sea por Dios», volvió a ocupar su asiento, y las tareas
escolares continuaron como si no acabara de pasar aquel terrible
acontecimiento.
el viento más ligero agitaba los penachos de las palmas que se dibujaban
sobre un cielo azul con la inmovilidad de un árbol de hierro. Los
pájaros enmudecían ocultos entre el follaje, y sólo las cigarras
cantaban tenazmente en medio de aquel terrible silencio a la mitad del
día.
el calor, como esas músicas y esas campanadas que en el primer instante
creen oír los que sufren de vértigo; pero, a medida que avanzaba,
aquellos cantos iban siendo más claros y más perceptibles; aquello era
una escuela en medio del bosque desierto.
desprendió, tomando vuelo, una bandada de loros que iban cantando
acompasadamente, ba, be, bi, bo, bu; la, le, li, lo, lu; y tras ellos,
volando majestuosamente, un loro que, al pasar cerca del espantado
maestro, volvió la cabeza diciéndole alegremente: