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Very Difficult

Entre los misioneros
franciscanos que predicaban el cristianismo a los indios tarascos,
habitantes de las escarpadas sierras de Michoacán, en Nueva España,
contábase fray Jacobo Daciano, distinguidísimo varón, lleno de caridad y
modelo de constancia.
Era fray Jacobo, según el decir de los religiosos cronistas de la
Orden de San Francisco, de tan ilustre sangre y de tan elevada alcurnia,
que igualarle en eso sólo podrían en Nueva España los hijos del
emperador Moctezuma, o los del infortunado y tímido Caltzontzin,
por otro nombre Tzintxicha, rey de los tarascos; porque fray Jacobo,
llamado Dacio por haber nacido en Dacia, era de la familia de los reyes
de aquella nación, tan famosa desde los tiempos de Heródoto hasta los
días en que fray Jacobo pasó a Nueva España y las luchas religiosas de
luteranos y católicos hacían estremecer a las naciones europeas.
Fray Jacobo embarcóse para América buscando, no sólo la conversión
de los indios, sino también refugio contra las persecuciones de un
obispo de su país que, tocado de la herejía, como dice el cronista
Larrea, intentaba poner fin a la terrenal existencia de fray Jacobo.
Los tarascos que, sin resistencia alguna, por culpa de su rey,
recibido habían el yugo de los conquistadores españoles, víctimas de los
mismos a quienes ofrecieron sus servicios y su amistad, andaban
fugitivos y errantes por los montes; que en ninguna otra provincia de
Nueva España se habían extremado tanto en sus crueldades y tiranías los
soldados de Nuño de Guzmán.
Los pueblos abandonados, los lugares desiertos, incultos los
campos, sin transeúntes los caminos, y silenciosos aun los mismos
bosques adonde se refugiaba aquella raza perseguida; tal era el cuadro
que contemplaron los misioneros franciscanos cuando a pie, y sin más
compañía que su amor a la humanidad, se atrevían por aquellos
desconocidos y escabrosos senderos en busca de los tímidos y espantados
habitantes del antes rico y poblado imperio de Michoacán.
Difícil era curar la profunda herida que en aquella nación abrió la
espada del feroz Nuño de Guzmán; pero como la constancia y la caridad
obran prodigios, poco a poco, como las revueltas y alborotadas abejas,
que huyendo del colmenar vuelven a reunirse al monótono ruido de una
campanilla que agita un niño, los tarascos fueron abandonando las
sierras y agrupándose en derredor de las humildes capillitas levantadas
por los misioneros franciscanos. El rumor de la existencia social volvió
a escucharse en los abandonados pueblos, y las nubecillas de humo,
escapándose entre las mal cerradas techumbres de las humildes chozas,
saludaban la llegada del sol, anunciando que la paz y el trabajo volvían
a sentar allí sus reales, y que la civilización comenzaba sus
laboriosas operaciones.
No poco había contribuido para cicatrizar aquella herida fray
Jacobo Daciano y contábanse de él entre los indios cosas que le hacían
aparecer como un hombre casi sobrenatural; jamás usaba calzado y cruzaba
sin vacilar ni detenerse por las sendas más pedregosas y por los
caminos más cubiertos de seca maleza o de espinosa vegetación; con los
pies sangrando llegaba a las rancherías, y más que a su propio daño
atendía a las necesidades de los indios; y en las noches, según contaban
éstos, cuando la luna caminaba luminosa y lentamente por el purísimo
azul del cielo de Michoacán, y cantaban entre los bosques las aves de la
noche al compás del rumor que levantaba el viento entre las hojas de la
espesa arboleda, fray Jacobo, arrodillado, oraba con los ojos vueltos
al cielo, y algunas veces se le veía desprenderse de la tierra y quedar
como suspendido en el aire.
Esto podría ponerse en duda; pero lo cierto es que fray Jacobo
Daciano fue el único que se atrevió, de todos los religiosos que habían
llegado hasta entonces a Nueva España, a administrar a los indios el
sacramento de la Eucaristía, y a sostener calurosamente que la nueva
iglesia mexicana iba errada en no querer admitir a los indios en el
sacerdocio dándoles las sagradas órdenes, todo lo cual le valió la mala
voluntad de sus compañeros; le puso en el caso de sostener reñida
polémica con el franciscano fray Juan de la Gaona, y le obligó a hacer,
por último, pública penitencia por haber sostenido aquellas
apreciaciones.
El año de 1558 vivía fray Jacobo en el convento de
Tarecuato, de la provincia de Michoacán, del que era guardián y
fundador. Una mañana, el 21 de septiembre de ese año de 1558, levantóse
fray Jacobo muy preocupado, y dirigiéndose a la iglesia comenzó a
disponer lo necesario para celebrar solemnemente unas honras fúnebres.
Llegaron de sus celdas, precipitados con la noticia de aquella novedad,
los otros frailes, de sus casas los moradores de Tarecuato, y de sus
pueblos los vecinos de los alrededores.
Nadie sabía para quién se preparaban tan solemnes exequias; que ni
de la capital de la colonia de Nueva España, ni de la corte de Felipe
II, llegado había a Michoacán, ni menos al apartado rincón de Tarecuato,
noticia de la muerte de algún personaje que mereciera tan alta
distinción.
Pero poco tardaron aquellas dudas en disiparse porque fray Jacobo,
con la mayor sencillez, pero también con la más plena seguridad,
comunicó a los frailes y a los vecinos que había tenido la revelación de
que ese mismo día, a las dos de la mañana, había expirado en el
monasterio de Yuste el emperador Carlos V.
Como ni esa clase de revelaciones se ponían entonces en duda, ni
encontrarse podía quien dejase de creer como un oráculo a fray Jacobo
Daciano, todos tuvieron por segura la muerte de Carlos V, y con la mayor
devoción y recogimiento oraron por su alma, en las honras fúnebres.
Como era natural, tanto por causa de la novedad del caso, como por el
objeto de aquella triste y religiosa función, desde lejanos pueblos
llegaron eclesiásticos y seglares, y Tarecuato estuvo lleno de huéspedes
el día de las honras, y todos salieron del templo teniendo la firme
convicción de que no existía ya el monarca más poderoso que había vivido
en el siglo XVI.
Dos meses después, el 1 de diciembre de 1558,
publicábanse en México los lutos por la muerte del emperador Carlos V,
que había fallecido el mismo día que fray Jacobo Daciano celebraba sus
honras fúnebres en Tarecuato.
Las exequias del emperador fueron en la capital de la colonia tan
solemnes, que recuerdo dejaron por muchos años del esplendor y lujo que
en ellas habían desplegado el gobierno, el clero y los vecinos; pero en
todas las conversaciones se hablaba siempre de las exequias celebradas
en Tarecuato, y la tradición y la historia conservarán por muchos años
la memoria de tan legendario acontecimiento.
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