Era ya muy tarde. La noche iba adquiriendo esa lobreguez precursora de la tormenta. Las montañas del valle parecían inmensas calderas en ebullición, cuyos negros vapores se extendían por la atmósfera robando la claridad del cielo y el fulgor de los astros. El noreste se iluminaba de cuando en cuando, y oíase rodar el trueno lejano todavía tras las soledades del horizonte.
La ciudad parecía estar en brazos del sueño, arrebujada en sombras y arrullada por todos los ecos de la noche.
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