Ginés volvió a hacer una larga pausa, limpióse con el envés de la capa el trasudor de la congoja que no tenía; suspiró, lamióse los labios, como para dar a entender que tenía secas las fauces con sólo el recuerdo de su aventura; acomodó con las manos y lo mejor que pudo su pierna larga, y continuó:
-En aquel supremo trance, que como el postrimero de mi vida, juzgaba, encomendéme de todo corazón a Nuestra Señora y a su divino Hijo, y ofrecíles mi alma, en caso de que a salir llegase de esta vida mortal. Pero, ¡oh prodigio!, cuando esperaba sentir el bárbaro golpe, he aquí que una voz fuerte y enérgica grita al que me iba a sacrificar: «¡Detente!»; alzo entonces los ojos y descubro, a la rojiza claridad de las antorchas, un hombre, que no sé si porque salvado me había, o porque lo fuera en efecto, me pareció tan noble, tan garboso y tan bello como el arcángel San Gabriel, cubierto de riquísimas plumas de todos colores, y de oro y de piedras preciosas…
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