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Fairly Easy

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Que será un modelo para los autores que tengan precisión de terminar una historia

Era el día señalado para solemnizar el matrimonio de Isabel, según el rito de los indios. Era asimismo el día en que Tetzahuitl, reconocido como el sucesor de Cuauhtémoc, debía recibir de los caciques la macana de oro y el cetro del futuro reino del Anahuac. Temachti había franqueado a Negromonte y a sus compañeros el seno misterioso de aquella gruta. Habíase roto a pico la argamasa endurecida de unas rocas del muro. Las rocas cayeron y apareció un arco abocinado, entrada de una nueva gruta que era una especie de santuario. Descendíase allí por una suave escalera de mármol negro con balaustrada de oro. Hallábase uno desde luego en un recinto inmenso de una peregrina hermosura. Aquel lugar, tan sólo hermoseado por el ingenio azteca, había sido formado muchos siglos antes en el hueco del antro, por la naturaleza misma. El agua saturada de sales había trasporado lentamente por los peñascos, y las gotas, convertidas en cristales por la evaporación y por los siglos, se habían acumulado, formando enormes masas que se alzaban como marmóreos túmulos, dibujaban entre las sombras un laberinto de arcos llenos de majestad y de gracia, colgaban como inmensos candiles, o subían hasta las bóvedas como gigantescas columnas revestidas del brillo y la solidez del diamante.
Cuentan que Netzahualcóyotl, visitando un día el interior de la gruta, creyó distinguir en la forma y la disposición de aquel bosque de estalagmitas, el diseño de un templo que él había imaginado en sus ensueños de poeta y en sus solitarias meditaciones de artista. Dicen que desde luego aconsejó que se mandaran traer a Huayacic, y vinieron, los más afamados escultores cuyos nombres aún viven sobre el pedestal de regios monumentos; y que aquellos hombres, maestros todos ellos y dirigidos por el mismo rey, pulieron aquellas rocas cristalinas, adelgazaron las columnas, desembarazaron los arcos, esculpieron las bóvedas, enderezaron las cornisas, dieron nivel al pavimento, recortaron elegantes puertas, y en un año dejaron concluida aquella maravilla escultural, que quedó en el seno de la tierra, como los primores que las damas de Roma suspendían a su cuello, guardados en el interior de un relicario. Desde entonces aquella mansión podía compararse solamente con los castillos encantados de la leyenda. Era transparente, aérea, maravillosa, como el alcázar que la imaginación de los poetas de la antigüedad formó a Tetis bajo los cristales del océano. Era colosal, magnífica, deslumbrante, como los palacios de piedras preciosas donde el árabe, en sus sueños de amor, mira danzar a las huríes en pos de un eco celestial, o arrebatadas en un torbellino de deleite.