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Fairly Easy

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Un desengaño

Estrada había logrado convencer a Rodrigo de Paz, conviniendo con éste en soportar con hábil disimulo todos los abusos del gobierno, mientras podían organizar medios más sabios para derribar de un golpe la tiranía que les amenazaba. El alguacil mayor, a cuyos ojos Estrada hizo brillar un porvenir de lisonjeras esperanzas, convino en ceder a los gobernadores parte del tesoro, poniendo por sola condición la seguridad de su persona. La ciudad, que por tercera vez había vuelto a ser presa del terror y la alarma, vio con gran gusto que se disolvían los grupos sospechosos, que los arcabuceros apagaban las mechas, y los cañones rodaban a los depósitos del arsenal, sin llevar ya en sus fauces oprimido el bote de metralla.
Pasaron dos días. Eran las once de la noche; las calles envueltas en la oscuridad y empapadas por una menuda lluvia, estaban desiertas. Sólo un hombre bien arrebujado en su capa y caídas las alas del sombrero, se encaminaba a grandes trancos por las calles que conducían a una gran casa llamada también Palacio de Cortés. Allí tenía aposentadas el conquistador a muchas nobles damas, hijas, madres, mujeres o hermanas de los caciques que habían sido muertos o prisioneros en las luchas de la conquista. Pronto se detuvo el caballero enfrente de una ancha puerta, y llamó, dando tres golpes con la palma de la mano. Según la costumbre creada por el temor en aquellos tiempos, abrióse una ventana, y una voz como caída de las nubes sujetó al recién llegado a un escrupuloso interrogatorio. Pero éste se prolongaba demasiado, y el caballero no debía ser un modelo de paciencia; porque al fin, retirándose algunos pasos de la puerta, y procurando ver al que le interrogaba, exclamó con el acento con que rompe la cólera mucho tiempo reprimida: