El gobierno quedaba, al parecer, definitivamente establecido. Estrada y Albornoz quedaban presos. Arróyave, muerto. Andrés Tapia, fugitivo. Paz, el más temible, no tenía sino cincuenta arcabuceros al mando de un hombre de quien desconfiaba: Francisco de Medina.
Negromonte acechaba continuamente la oportunidad para dar el golpe a Salazar y a Chirinos; pero esto requería tiempo, actividad y cautela. Ya Villarreal y Vázquez de Tapia, provistos de sus nombramientos, habían marchado para España con el fin de negociar los poderes de Negromonte. Éste dejaba en la corte varios poderosos amigos, que con el móvil de fabulosas promesas, debían ayudar a los comisionados y unirse por lo pronto con todos los enemigos de Cortés para disponer contra el conquistador el ánimo del César, y crear de este modo la oportunidad para que se entregase a nuevos hombres el gobierno de la Nueva España. Villarreal y Vázquez de Tapia se llevaron inmensas cantidades, pues tenían orden no sólo para sobornar a los consejeros, sino a mujeres insaciables que debían poner en juego todo el poder de su hermosura para ganar por el amor los corazones que resistieran a la codicia. Esto agotó los depósitos del fisco. Por otra parte, Barrientos, Benavides, Quintanar y otros que conocían bien la gran necesidad que se tenía de sus espadas, pedían con insolente autoridad el precio de sus servicios vergonzosos, y era fuerza pagarles mientras se encontraba un medio para deshacerse de ellos o crear la división para atemorizar al uno con el otro.
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