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Un secreto

Tres días después, un caballero completamente cubierto de polvo, llegaba a todo escape al palacio de los gobernadores, anunciándoles que Arróyave y Andrés Tapia habían sido hechos trizas por Benavides. El primero había muerto; el segundo, gravemente herido, quedaba abandonado a su suerte en una cabaña del monte. Los demás eran, o muertos también, o moribundos, o idos, nadie sabe a qué remotos confines: se hablaba de una terrible sorpresa nocturna, en que agresores y agredidos se confundieron de tal suerte, que Barrientos fue atacado por los de Arróyave, y él hizo en los de éste una matanza tan tremenda, que no dejó a los otros más trabajo que el de rematar a los vencidos. El enemigo se acerca. La ciudad vuelve a alborotarse; mírase ya por el suroeste crecer y avanzar un inmenso remolino de polvo que se levanta sobre las copas de los cedros, y sube y se pierde en las alturas como el alarido salvaje de las hordas guerreras. Las casas vuelven a cerrarse. Todos ven con desconsuelo profundo que la ciudad, casi desguarnecida, no cuenta con más defensores que los que componen la escasa guardia del palacio. Cincuenta arcabuceros de Rodrigo de Paz, ya formados para preparar la resistencia, saben o se les hace saber con torcida intención, cuál es el número y el vigor de los enemigos, y se niegan a combatir, y arrojan las armas, y corren a buscar el refugio de sus familias, contribuyendo a difundir la alarma y el pánico.
Rodrigo de Paz corre desalado en busca de Negromonte. Le halla conferenciando con Salazar y el padre Roque, y le suplica en nombre de los ciudadanos todos, que corra y liberte a la ciudad, amenazada por la turba feroz que llegaba a sus puertas. Entonces un nuevo correo sale con pliegos para Benavides. Negromonte manda disponer su caballo, y sale tras el mensajero, acompañado por veinte hombres escogidos, mientras Paz, Salazar y Chirinos quedan para organizar algunos medios de defensa que puedan influir con su aparato en el arreglo de las negociaciones.