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Fairly Easy

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Conoce el lector al hombre más poderoso, y al mismo tiempo al más desvalido, de la corte de España, en el año de gracia, de 1668

Antes de llegar con nuestra historia a México, necesitamos llevar a España a nuestros lectores, a fin de que conozcan mejor a los personajes que deben presentarse después en la colonia.
Suponemos que el viaje no los fatigará, porque ya hemos llegado.
En el año de 1665, por el mes de septiembre, entregó el alma al Criador, el célebre rey Felipe IV de España, llamado por sus contemporáneos el Grande, y dejó por heredero de su reino y extensa monarquía, a su hijo, no menos célebre, aunque por diversas causas, el tímido y fanático Carlos II, conocido en la historia con el sobrenombre de el Hechizado.
Pero don Carlos el II era un niño, cuando acaeció la muerte de su padre, y éste nombró para regenta del reino, y tutora de su hijo, a la reina doña María Ana de Austria, su esposa, hija del Emperador de Alemania Fernando III.
Así pues, da principio nuestra historia durante el gobierno de Su Majestad la reina gobernadora doña María Ana de Austria en el año de 1668.
Era una mañana de invierno, por demás fría y nublada, un vientecillo delgado y molesto recorría las calles de Madrid, sin dignarse siquiera golpear las puertas o levantar el polvo de las calles, y todos los transeúntes procuraban evitar sus caricias, cubriéndose cuidadosamente el rostro con el embozo de sus capas.
Un joven esbelto, de grandes y negros ojos, de fino y atusado bigote, pobremente vestido, pero que tenía el garboso continente de un gran señor, caminaba apresuradamente hacia palacio, sin cuidarse del frío ni del viento y no llevando por toda precaución más que una capa corta y poco abrigadora.
Cerca ya de la puerta de palacio se encontró con otro joven que traía la dirección opuesta, y que por lo que descubrirse podía de su traje, formaba parte de la servidumbre de la reina.
-Dios te guarde, Valenzuela -dijo éste.
-Buenos días, Benavides -contestó el otro.
-Ligero vas -agregó el primero- ¿por ventura no tienes frío?
-Por desventura -contestó Valenzuela- lo que no tengo es capa, que frío me sobra más de lo que yo deseara.
-Decidor y alegre eres en la desgracia, como en la fortuna.
-Engáñome a mí mismo y a la suerte, que ni yo quiero tenerme por infeliz, ni dar a la fortuna el gusto de que crea que sus golpes turban mi natural jovialidad.
-Al fin poeta.
-O pobre, que allá se va todo.
-¿Y a dónde bueno?
-A palacio.
-¿Y a buscar aventuras? Témome que malas te las encuentres.
-Cánsame ya la vida que llevo y prefiero desvanecer mis ilusiones, para volverme a mi tierra, si pierdo la esperanza.
-Mucho te urge la pobreza.
-Y tanto que ayer no tuve ni un maravedí, y es seguro que hoy tendré lo mismo.
-¿Si quisieras entrar al servicio de S. M.?
-¿Y en qué clase?
-Quizá te ofendas, pero sólo podría conseguirte un destino de palafrenero.
-Benavides, tú olvidas que tengo la cruz de Santiago; yo seré y quizá muy pronto, caballerizo mayor.
-¿Es decir, sustituyendo al Marqués de Castel Rodrigo?
-Sí -contestó gravemente Valenzuela- eso precisamente.
Benavides, soltó una ruidosa carcajada que no inquietó en lo más mínimo a Valenzuela.
-Vamos -exclamó Benavides-, todos vosotros los poetas sois iguales, soñáis en tesoros cuando no poséis ni un cuarto y os fabricáis, en vuestras fantasías palacios y reinos, que se deshacen como el humo a la hora en que sentís el hambre o el frío.
-Búrlate cuanto quieras, pero lo que te digo sucederá ¿conoces a Hermiges?
-Sí, el astrólogo egipcio o judío…
-Ese mismo, anoche me ha dicho mi horóscopo…
-Y bien…
-Seré grande.
-¿Cómo?
-No me explicó.
-Dios lo haga; que te quiero bien, y ya lo sabes.
-Por ahora, soy el hombre más desvalido de toda la corte; nadie me conoce, nadie me protege, nadie me ayuda.
-¿Eso no se entiende conmigo?
-No, Benavides, si tú fueras poderoso, sé que nada me faltaría, pero téngome creído que tu posición no es ni mediana.
-Tú lo has dicho.
-En fin, voime a probar fortuna.
-¿Pero cuál es tu plan?
-Hasta ahora no tengo ninguno, voy a entrarme a palacio, y ahí veremos lo que sucede, tengo fe.
-Siempre poeta; adiós.
-Adiós, Benavides.
Los dos jóvenes se estrecharon la mano; Benavides siguió su camino, y Valenzuela entró resueltamente al palacio.
Aunque el refrán dice: que el hábito no hace al monje, este refrán, en el sentido figurado en que se toma, es una de esas mil mentiras, que a fuerza de ser repetidas, han llegado a contarse entre los evangelios populares.
Valenzuela, con su cruz de Santiago, y su garboso continente, penetró en el palacio de Su Majestad, como podía haberlo hecho el mismo marqués de Castel Rodrigo, de quien acababa de hablar.
Multitud de nobles y caballeros, invadían los tránsitos y los salones. Aún conservaba la corte aquel aire de grandeza, que supo imprimirle el genio de Felipe IV, y no asomaban aún los días en que Carlos II debía convertirla en un claustro, o en que Felipe V tendría que empeñar sus alhajas para comer.
Valenzuela, se escurrió por decirlo así, entre todos aquellos grandes señores, sin que nadie fijara en él su atención, y llegó hasta donde ya no era lícito seguir más adelante.
Allí, se conversaba a media voz; pero Valenzuela lo oía todo, y conocía a varios de los interlocutores.
-Eran el conde de Peñaranda, el marqués de Aytona, y el conde de Castrillo.
Los tres parecían haberse detenido allí casualmente porque estaban de pie, en medio del salón, y además, como consejeros de la reina, no era probable, que se les hubiera detenido en la antesala. La conversación que sostenían era muy animada.
-Tales coras estamos viendo -decía el de Aytona- que a no verlas, pensara que tales como son no pasaban.
-Y sin embargo, señor marqués -contestó el de Peñaranda-, por mengua nuestra suceden.
-¿Y no sería posible encontrar un remedio? -preguntó el marqués.
-Parece imposible -contestó el conde Castrillo- el padre Nitardo cuenta con la voluntad de la reina, y ya lo habéis visto, a pesar de toda nuestra resistencia, ha obligado S. M. al arzobispo de Toledo, don Pascual de Aragón, a renunciar el empleo de inquisidor general, y ha llegado el caso de dar hasta carta de naturalización al padre Nitardo para que no se le pusiesen dificultades.
-Ciertamente de otra manera no hubiera sido justo, el padre Nitardo, ha nacido en Alemania, y sólo un español puede ser inquisidor general.
-Pero es lo peor -dijo el de Peñaranda- que conforme a las disposiciones testamentarias de Su Majestad (que de Dios goce), el rey don Felipe, la reina no debe hacer nada sin oír nuestros consejos, y sin embargo, ha venido sin consultamos, a proveer destino de tanta categoría en un extranjero, que más mérito para ello no tiene que haber sido siempre el confesor de Su Majestad.
-Preciso se hace ya -replicó el de Aytona- tomar para todo serias providencias, que el reino se pierde, y aún falta tiempo para que el rey cumpla la edad y entre en posesión de la corona.
-El señor don Juan de Austria -dijo el de Castrillo- está por demás indignado, que mal verá la ruina de la monarquía de su augusto padre, quien con tan esclarecidas hazañas ha inmortalizado su nombre en Italia, señalándose como gran general, español ilustre y dignísimo hijo del gran Felipe IV.
-El señor don Juan de Austria -agregó sentenciosamente el de Peñaranda- sabe lo que hace, y no duda que pronto nos dará el remedio.
-Hombre es don Juan para eso y mucho más, que tan sabio se ha mostrado en los consejos del señor su padre don Felipe IV, como esforzado en los campos de batalla.
Valenzuela, de quien aquellos personajes, hacían muy poco aprecio, escuchaba espantado aquella conversación: nunca hubiera creído que en palacio mismo, y tan cerca de la reina, se murmurase, con tal descaro, y quién sabe cuántas cosas más hubiera oído, pero de repente, la puerta que daba entrada a la antecámara real, se abrió y los consejeros enmudecieron, a la vista de un hombre que por allí salía.
El recién llegado era un eclesiástico, vestido con tal severidad, que nada podía tachar de profano en su traje el cristiano más escrupuloso, su cabello rubio estaba ya casi enteramente cano, había en su rostro algo de la inmovilidad de un busto de mármol, y su andar, firme y lento, dejaba adivinar al hombre de voluntad enérgica.
-El padre Nitardo -dijo en voz baja el de Peñaranda, y los consejeros, por el disgusto de verlo, o por el temor de haber sido escuchados, cambiaron de color.
El padre Nitardo, pasó sin detenerse al lado de aquellos nobles, haciéndoles un frío saludo, al que contestaron ellos con una ceremoniosa inclinación de cabeza.
Valenzuela, lo miró salir y sin vacilar un momento lo siguió.
-Éste es mi hombre -dijo entre sí- quizá logre hablarle, aunque me parece difícil, pues habrá cien que lo esperen en su camino para importunarlo. Ya veremos.
Pero contra lo que Valenzuela esperaba, el favorito de doña María Ana de Austria, siguió su marcha solo, sin que nadie se atreviera a hablarle.
-¡Oh! aquí hay misterio -pensó Valenzuela- nadie le habla, o este hombre está próximo a caer en desgracia, o es un ogro; pero a mí no me espanta su fiereza, ni temo su caída, que por mal que me vaya siempre saldré ganando.
El padre Nitardo se había detenido delante de una puertecilla que había en uno de los corredores más solos del palacio, sacó una llavecita, y la introdujo en la cerradura a tiempo que Valenzuela llegaba, quitándose con desembarazo el sombrero.
El padre al verle se detuvo, y no abrió la puerta; miró con altivez al joven y le preguntó:
-¿Qué se os ofrece?
-Quisiera hablar a Su Excelencia.
-¿Y no sabéis que ni es este el lugar, ni esta la hora en que recibo a los que algún negocio tienen conmigo que tratar?
-Perdone V. E. pero el negocio es urgente.
El padre Nitardo clavó en Valenzuela una mirada tan profunda, que parecía que le estaba leyendo sus pensamientos.
El joven sostuvo audazmente aquellas terribles miradas: no inclinó siquiera la cabeza.
-Y bien, hablad -dijo por fin el padre.
-Pues señor, llámome Fernando de Valenzuela, hidalgo natural de Ronda: criado fui de mi señor el duque del Infantado a quien acompañé hasta Roma; mi señor el duque consiguióme la cruz de Santiago y quizá hubiera hecho mi fortuna si la muerte no me lo hubiera arrebatado; en paz descanse, que él se fue como buen cristiano a gozar de Dios Nuestro Señor, y yo quedéme en este valle de lágrimas, sin más protección hasta este momento, que la de V, E., que estoy seguro de conseguir.
El padre Nitardo no perdía ni palabra ni movimiento de aquel mancebo, que así se atrevía a hablarle.
El semblante fresco y simpático, y el aire caballeroso y marcial del joven debieron de impresionar favorablemente al jesuita porque una sonrisa vaga se dibujó en sus labios.
-¿Y por qué no habéis esperado para comunicarme vuestra historia a que llegue la hora en que acostumbro recibir, y venís a interrumpirme en mis distribuciones?
-E. S. Venter non patitur dilacionen -dijo sentenciosamente don Fernando.
Entonces fue ya una verdadera sonrisa la que se pintó en el rostro del padre Nitardo: el joven conoció que estaba de fortuna, y continuó:
-Soy, señor, el hombre más desvalido de la corte; V. E. el más poderoso, después de Su Majestad, y puede hacerme feliz, a muy poca costa; quizá podré serle muy útil, más adelante… quién sabe.