Fueron amores funestos, aquellos amores de Eudoro Gamoda y la condesa. A veces un torbellino de pasión le arrancaba a la condesa estas palabras: «si permaneciera quince días sin verte me moriría» -«¿A qué pensar en la eternidad -le respondía su amante- cuando se posee el momento?»
Era en verdad novelesca la biografía de aquel nuevo súbdito de la condesa. Perteneciente a una antigua familia de magistrados, a los diez y ocho años se emancipó de todas las leyes escritas y de las que sin estarlo, parecen disueltas en la atmósfera a fuerza de generalizadas, fugándose de su casa, del domicilio paterno, ansioso de horizontes, de paseos a marchas forzadas por la vida, de espléndidas aventuras, de sol y de aire; se fugó de su casa y se vino ansioso a Z, dispuesto al combate obstinado en el deseo de solicitar la honra de morir protestando, si es que la suerte no lo coronaba de laurel como a los conquistadores y a los héroes. La apoteosis o la ignominia, éste fue su lema. -Pero todo esto sentido de un modo vago, indeterminado, sin fórmula precisa, sin médula de pensamiento, de raciocinio ninguno.
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