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la caldea, Cueva del Rey Moro. Capítulo de bandoleros. Sorda disputa que
alumbra una tea con negro y rojo tumulto: Las cristalinas arcadas se
atorbellinan de maravillosos reflejos, y el esmalte de una charca azul
tiene ráfagas de sangre. A la boca del sésamo, con el oído en la tierra,
vigila una sombra. En la fábula de luces acciona y gesticula el ruedo
moreno de los caballistas. Sobre el limite de la charca, el bulto de un
hombre se acerca bordeando el añil esmalte estremecido de tornasoles. Se
revela tras el ojo de una linterna. Diluvio de iris cae de las
cristalinas arcadas sobre el obscuro ruedo. El padre Veritas -achivado,
zancudo, barbas capuchinas, muchos escapularios al pecho, sayal de
ermitaño- se acomoda despacio sobre unas jalmas que descuelga del
hombro, y bate el yesquero:)
ese marrajo? Aun dando de mano a la dormida, que no es para considerado,
tampoco se puede tramitar el otro antojo. ¡Un confesor!. No estaría
malo, que debe tener un disforme costal de pecados sobre su conciencia.
¿Pero dónde se encuentra un padre cura, que aluego no lo divulgue y nos
apareje un estropicio?
un alzapié, lo busca donde sea, y por delante o por detrás le suministra
el santo óleo. Es el consiguiente cuando al hombre se le pone una venda
de sangre, y por algo se dice que es un soplo la vida. ¡Pero el
berrearse y renegar de la cofradía, no hay ofuscación que lo justifique,
caballeros! Esa mala faena pide pena de muerte.