Aquiles aborrecía con todo su ser a la madre de la Condesa. En aquel momento parecíale verla recostada en el monumental canapé de damasco rojo, con estampados chinescos, uno de esos muebles arcaicos que todavía se ven en las casas de abolengo, y parecen conservar en su seda labrada y en sus molduras lustrosas, algo del respeto y de la severidad engolada de los antiguos linajes. Se la imaginaba hablando con espíritu mundano de rezos, de canónigos y de prelados, luciendo los restos de su hermosura deshecha, una gordura blanca de vieja enamoradiza. Creía notar el movimiento de los labios todavía frescos y sensuales que ofrecían raro contraste con las pupilas inmóviles, casi ciegas, de un verde neutro y sospechoso de mar revuelto. Encontraba antipática aquella vejez sin arrugas, que aún parecía querer hablar a los sentidos.
El estudiante recordó las murmuraciones de la ciudad y tuvo de pronto una intuición cruel. Para que la Condesa no huyese de su lado, bastaríale derribar a la anciana del dorado camarín donde el respeto y credulidad de su hija la miraban. Arrastrado por un doble anhelo de amor y de venganza, no retrocedió ante la idea de descubrir todo el pasado de la madre a la hija que adoraba en ella.
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