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CAPÍTULO VII

Sin fuerza para resistir el poder de aquellos halagos, Aquiles la besó cobardemente en el cuello, blanco y terso como plumaje de cisne. Entonces la Condesa se levantó, y sonriendo a través de sus lágrimas con sonrisa de enamorada, arrastróle por una mano hasta la alcoba. Él intentó resistir, pero no pudo. Quisiera vengarse despreciándola, ahora que tan humilde se le ofrecía; pero era demasiado joven para no sentir la tentación de la carne, y poco cristiano su espíritu para triunfar en tales combates. Hubo de seguirla, bien que aparentando una frialdad desdeñosa, en que la Condesa creía muy poco. Actitud falsa y llena de soberbia, con que aspiraba a encubrir lo que a sí mismo se reprochaba como una cobardía, y no era más que el encanto misterioso de los sentidos.
Al encontrarse en brazos de su amante, la Condesa tuvo otra crisis de llanto, pero llanto seco, nervioso, cuyos sollozos tenían notas extrañas de risa histérica. Si Aquiles Calderón tuviese la dolorosa manía analista que puso la pistola en manos de su gran amigo Pedro Pondal, hubiese comprendido con horror cómo aquellas lágrimas, que en su exaltación romántica ansiaba beber en las mejillas de la Condesa, no eran de arrepentimiento, sino de amoroso sensualismo, y sabría que en tales momentos no faltan a ninguna mujer.