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CAPÍTULO III

La Condesa baja la cabeza y parece dudosa.
Allá, en su hogar, todo la insta a romper. Las amonestaciones de su madre, el amor de los hijos, y, sin que ella se dé cuenta, ciertos recuerdos de la vida conyugal que, tras dos años de separación, la arrastran otra vez hacia su marido, un buen mozo que la hizo feliz en los albores del noviazgo. Y, sin embargo, duda. Siente su ánimo y su resolución flaquear en presencia del estudiante. Pero si a un momento duélese de abandonarle, y como mujer le compadece, a otro momento se hace cargos a sí misma, pensando que es realmente absurdo sentirse conmovida y arrastrada hacia aquel bohemio, precisamente cuando va a reunirse con el marido. Calcula que si es débil y no se decide a romper de una vez, hallaráse más que nunca ligada. Y entonces el único afán de la pizpireta es dejar al estudiante en la vaga creencia de que sus amores se interrumpen, pero no acaban. Obra así llevada de cierta señoril repugnancia que siente por todos los sentimentalismos ruidosos, y su instinto de coqueta no le muestra mejor camino para huir la dolorosa explicación que presiente. Ella no aventura nada. Apenas llegue su marido, dejará la vieja ciudad, y al volver tras larga ausencia, quizá de un año, Aquiles Calderón, si aún no ha olvidado, lo aparentará al menos.