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CAPÍTULO II

Era por demás extraño el contraste que hacían la dama y el estudiante. Ella, llena de gracia, trascendiendo de sus cabellos rubios y de su carne fresca y rosada grato y voluptuoso olor de esencias elegantes, deshilachaba los encajes de un pañolito de encaje. Aquiles sonreía protector, con las manos hundidas en los bolsillos y la colilla adherida al labio como un molusco. Lo tronado de su pergeño, la expresión ensoñadora de sus ojos y el negro y rizado cabello, siempre más revuelto que peinado, dábanle gran semejanza con aquellos artistas apasionados y bohemios de la generación romántica.
¡La Condesa de Cela tenía la cabeza a componer y un corazón de cofradía! Antes que con aquel estudiante, dio mucho que hablar con el hermano de su doncella, un muchacho tosco y encogido, que acababa de ordenarse de misa, y era la más rara visión de clérigo que pudo salir de seminario alguno. Había que verle con el manteo a media pierna, la sotana verdosa enredándose al andar, los zapatos claveteados, el sombrero de canal metido hasta las orejas, sentándose en el borde de las sillas, caminando a grandes trancos con movimiento desmañado y torpe. Y, sin embargo, la Condesa le había amado algún tiempo, con ese amor curioso y ávido que inspiran a ciertas mujeres las jóvenes cabezas tonsuradas. No podían, pues, causar extrañeza sus relaciones con Aquiles Calderón. Sin tener larga fecha, habían comenzado en los tiempos prósperos del estudiante. Más tarde, cuando llegaron los días sin sol, Aquiles, como era muy orgulloso, quiso terminarlas bruscamente, pero la Condesa se opuso. Lloró abrazada a él, jurando que tal desgracia los unía con nuevo lazo más fuerte que ningún otro. Durante algún tiempo tomó ella en serio su papel. A pesar de ser casada, creía haber recibido de Dios la dulce misión de consolar al estudiante habanero. Entonces hizo muchas locuras y dio que hablar a toda la ciudad, pero se cansó pronto. Lo que decía el señor Deán: